CUENTO PARA TAHÚRES
Rodolfo Walsh
(1927 -
desaparecido en Buenos Aires; 25 de marzo de 1977)
Salió no más
el 10 —un 4 y un 6— cuando ya nadie lo creía. A mí qué me importaba, hacía rato
que me habían dejado seco. Pero hubo un murmullo feo entre los jugadores
acodados a la mesa del billar y los mirones que formaban rueda. Renato Flores
palideció y se pasó el pañuelo a cuadros por la frente húmeda. Después juntó
con pesado movimiento los billetes de la apuesta, los alisó uno a uno y,
doblándolos en cuatro, a lo largo, los fue metiendo entre los dedos de la mano
izquierda, donde quedaron como otra mano rugosa y sucia entrelazada
perpendicularmente a la suya. Con estudiada lentitud puso los dados en el
cubilete y empezó a sacudirlos. Un doble pliegue vertical le partía el
entrecejo oscuro. Parecía barajar un problema que se le hacía cada vez más
difícil. Por fin se encogió de hombros. —Lo que quieran... —dijo. Ya nadie se
acordaba del tachito de la coima. Jiménez, el del negocio, presenciaba desde
lejos sin animarse a recordarlo. Jesús Pereyra se levantó y echó sobre la mesa,
sin contarlo, un montón de plata. —La suerte es la suerte —dijo con una
lucecita asesina en la mirada—. Habrá que irse a dormir. Yo soy hombre
tranquilo; en cuanto oí aquello, gané el rincón más cercano a la puerta. Pero
Flores bajó la vista y se hizo el desentendido. —Hay que saber perder —dijo
Zúñiga sentenciosamente, poniendo un billetito de cinco en la mesa. Y añadió
con retintín—: Total, venimos a divertirnos. —¡Siete pases seguidos! —comentó,
admirado, uno de los de afuera. Flores lo midió de arriba abajo. —¡Vos, siempre
rezando! —dijo con desprecio. Después he tratado de recordar el lugar que
ocupaba cada uno antes de que empezara el alboroto. Flores estaba lejos de la
puerta, contra la pared del fondo. A la izquierda, por donde venía la ronda,
tenía a Zúñiga. Al frente, separado de él por el ancho de la mesa del billar,
estaba Pereyra. Cuando Pereyra se levantó, dos o tres más hicieron lo mismo. Yo
me figuré que sería por el interés del juego, pero después vi que Pereyra tenía
la vista clavada en las manos de Flores. Los demás miraban el paño verde donde
iban a caer los dados, pero él sólo miraba las manos de Flores. El montoncito
de las apuestas fue creciendo: había billetes de todos tamaños y hasta algunas
monedas que puso uno de los de afuera. Flores parecía vacilar. Por fin largó
los dados. Pereyra no los miraba. Tenía siempre los ojos en las manos de
Flores. —El cuatro —cantó alguno. En aquel momento, no sé por qué, recordé los
pases que había echado Flores: el 4, el 8, el 10, el 9, el 8, el 6, el 10... y
ahora buscaba otra vez el 4. El sótano estaba lleno del humo de los
cigarrillos. Flores le pidió a Jiménez que le trajera un café, y el otro se
marchó rezongando. Zúñiga sonreía maliciosamente mirando la cara de rabia de
Pereyra. Pegado a la pared, un borracho despertaba de tanto en tanto y decía
con voz pastosa: —¡Voy diez a la contra! —Después se volvía a quedar dormido.
Los dados sonaban en el cubilete y rodaban sobre la mesa. Ocho pares de ojos
rodaban tras ellos. Por fin alguien exclamó: —¡El cuatro! En aquel momento
agaché la cabeza para encender un cigarrillo. Encima de la mesa había una
lamparita eléctrica, con una pantalla verde. Yo no vi el brazo que la hizo
añicos. El sótano quedó a oscuras. Después se oyó el balazo. Yo me hice
chiquito en mi rincón y pensé para mis adentros: “Pobre Flores, era demasiada
suerte.” Sentí que algo venía rodando y me tocaba en la mano. Era un dado.
Tanteando en la oscuridad, encontré el compañero. En medio del desbande, alguien
se acordó de los tubos fluorescentes del techo. Pero cuando los encendieron, no
era Flores el muerto. Renato Flores seguía parado con el cubilete en la mano,
en la misma posición de antes. A su izquierda, doblado en su silla, Ismael
Zúñiga tenía un balazo en el pecho. “Le erraron a Flores”, pensé en el primer
momento, “y le pegaron al otro. No hay nada que hacerle, esta noche está de
suerte.” Entre varios alzaron a Zúñiga y lo tendieron sobre tres sillas puestas
en hilera. Jiménez (que había bajado con el café) no quiso que lo pusieran
sobre la mesa de billar para que no le mancharan el paño. De todas maneras ya
no había nada que hacer. Me acerqué a la mesa y vi que los dados marcaban el 7.
Entre ellos había un revólver 38. Como quien no quiere la cosa, agarré para el
lado de la puerta y subí despacio la escalera. Cuando salí a la calle había
muchos curiosos y un milico que doblaba corriendo la esquina. * * * Aquella
misma noche me acordé de los dados, que llevaba en el bolsillo —¡lo que es ser
distraído!—, y me puse a jugar solo, por puro gusto. Estuve media hora sin
sacar un 7. Los miré bien y vi que faltaban unos números y sobraban otros. Uno
de los “chivos” tenía el 3, el 4 y el 5 repetidos en caras contrarias. El otro,
el 5, el 6 y el 1. Con aquellos dados no se podía perder. No se podía perder en
el primer tiro, porque no se podía formar el 2, el 3 y el 12, que en la primera
mano son perdedores. Y no se podía perder en los demás porque no se podía sacar
el 7, que es el número perdedor después de la primera mano. —Recordé que Flores
había echado siete pases seguidos, y casi todos con números difíciles: el 4, el
8, el 10, el 9, el 8, el 6, el 10... y a lo último había sacado otra vez el 4.
Ni una sola clavada. Ni una barraca. En cuarenta o cincuenta veces que habría
tirado los dados no había sacado un solo 7, que es el número más salidor. Y,
sin embargo, cuando yo me fui, los dados de la mesa formaban el 7, en vez del
4, que era el último número que había sacado. Todavía lo estoy viendo, clarito:
un 6 y un 1. Al día siguiente extravié los dados y me establecí en otro barrio.
Si me buscaron, no sé; por un tiempo no supe nada más del asunto. Una tarde me
enteré por los diarios que Pereyra había confesado. Al parecer, se había dado
cuenta de que Flores hacía trampa. Pereyra iba perdiendo mucho, porque
acostumbraba jugar fuerte, y todo el mundo sabía que era mal perdedor. En
aquella racha de Flores se le habían ido más de tres mil pesos. Apagó la luz de
un manotazo. En la oscuridad erró el tiro, y en vez de matar a Flores mató a
Zúñiga. Eso era lo que yo también había pensado en el primer momento. Pero
después tuvieron que soltarlo. Le dijo al juez que lo habían hecho confesar a
la fuerza. Quedaban muchos puntos oscuros. Es fácil errar un tiro en la oscuridad,
pero Flores estaba frente a él, mientras que Zúñiga estaba a un costado, y la
distancia no habrá sido mayor de un metro. Un detalle lo favoreció: los vidrios
rotos de la lamparita eléctrica del sótano estaban detrás de él. Si hubiera
sido él quien dió el manotazo —dijeron— los vidrios habrían caído del otro lado
de la mesa de billar, donde estaban Flores y Zúñiga. El asunto quedó sin
aclarar. Nadie vio al que pegó el manotazo a la lámpara, porque estaban todos
inclinados sobre los dados. Y si alguien lo vio, no dijo nada. Yo, que podía
haberlo visto, en aquel momento agaché la cabeza para encender un cigarrillo,
que no llegué a encender. No se encontraron huellas en el revólver, ni se pudo
averiguar quién era el dueño. Cualquiera de los que estaban alrededor de la
mesa —y eran ocho o nueve— pudo pegarle el tiro a Zúñiga. Yo no sé quién habrá
sido el que lo mató. Quien más quien menos tenía alguna cuenta que cobrarle.
Pero si yo quisiera jugarle sucio a alguien en una mesa de pase inglés, me
sentaría a su izquierda, y al perder yo, cambiaría los dados legítimos por un
par de aquellos que encontré en el suelo, los metería en el cubilete y se los
pasaría al candidato. El hombre ganaría una vez y se pondría contento. Ganaría
dos veces, tres veces... y seguiría ganando. Por difícil que fuera el número
que sacara de entrada, lo repetiría siempre antes de que saliera el 7. Si lo
dejaran, ganaría toda la noche, porque con esos dados no se puede perder. Claro
que yo no esperaría a ver el resultado. Me iría a dormir, y al día siguiente me
enteraría por los diarios. ¡Vaya usted a echar diez o quince pases en semejante
compañía! Es bueno tener un poco de suerte; tener demasiada no conviene, y
ayudar a la suerte es peligroso... Sí, yo creo que fue Flores no más el que lo
mató a Zúñiga. Y en cierto modo lo mató en defensa propia. Lo mató para que
Pereyra o cualquiera de los otros no lo mataran a él. Zúñiga —por algún antiguo
rencor, tal vez— le había puesto los dados falsos en el cubilete, lo había
condenado a ganar toda la noche, a hacer trampa sin saberlo, lo había condenado
a que lo mataran, o a dar una explicación humillante en la que nadie creería.
Flores tardó en darse cuenta; al principio creyó que era pura suerte; después
se intranquilizó; y cuando comprendió la treta de Zúñiga, cuando vio que
Pereyra se paraba y no le quitaba la vista de las manos, para ver si volvía a
cambiar los dados, comprendió que no le quedaba más que un camino. Para sacarse
a Jiménez de encima, le pidió que le trajera un café. Esperó el momento. El
momento era cuando volviera a salir el 4, como fatalmente tenía que salir, y
cuando todos se inclinaran instintiva mente sobre los dados. Entonces rompió la
bombita eléctrica con un golpe del cubilete, sacó el revólver con aquel pañuelo
a cuadros y le pegó el tiro a Zúñiga. Dejó el revólver en la mesa, recobró los
“chivos” y los tiró al suelo. No había tiempo para más. No le convenía que se
comprobara que había estado haciendo trampa, aunque fuera sin saberlo. Después
metió la mano en el bolsillo de Zúñiga, le buscó los dados legítimos, que el
otro había sacado del cubilete, y cuando ya empezaban a parpadear los tubos
fluorescentes, los tiró sobre la mesa. Y esta vez sí echó clavada, un 7 grande
como una casa, que es el número más salidor...
RODOLFO J. WALSH
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