Jaque mate en dos jugadas
de Isaac
Aizemberg
(1918- 1997 Escritor, guionista cinematográfico y dramaturgo
argentino)
Yo lo envenené. En dos horas quedaba liberado. Dejé
a mi tío Néstor a las veintidós. Lo hice con alegría. Me ardían las mejillas.
Me quemaban los labios. Luego me serené y eché a caminar tranquilamente por la
avenida en dirección al puerto. Me sentía contento. Liberado. Hasta Guillermo
resultaba socio beneficiario en el asunto. ¡Pobre Guillermo! ¡Tan tímido, tan
mojigato! Era evidente que yo debía pensar y obrar por ambos. Siempre sucedió
así. Desde el día en que nuestro tío nos llevó a su casa. Nos encontramos
perdidos en el palacio. Era un lugar seco, sin amor. Únicamente el sonido
metálico de las monedas. —Tenéis que acostumbraros al ahorro, a no malgastar.
¡Al fin y al cabo, algún día será vuestro! —bramaba. Y nos acostumbramos a
esperarlo. Pero ese famoso y deseado día se postergaba, pese a que tío sufría
del corazón. Y si de pequeños nos tiranizó, cuando crecimos colmó la medida.
Guillermo se enamoró un buen día. A nuestro tío no le agradó la muchacha. No
era lo que ambicionaba para su sobrino. —Le falta cuna..., le falta roce...,
¡Puaf! Es una ordinaria... —sentenció. Inútil fue que Guillermo se prodigara en
encontrarle méritos. El viejo era terco y caprichoso. Conmigo tenía otra suerte
de problemas. Era un carácter contra otro. Se empeñó en doctorarme en
bioquímica. ¿Resultado? Un perito en póquer y en carreras de caballos. Mi tío
para esos vicios no me daba ni un centavo. Debí exprimir la inventiva para
birlarle algún peso. Uno de los recursos era aguantarle sus interminables
partidas de ajedrez; entonces cedía cuando le aventajaba para darle ínfulas,
pero él, en cambio, cuando estaba en posición favorable alargaba el final,
anotando las jugadas con displicencia, sabiendo de mi prisa por disparar al
club. Gozaba con mi infortunio saboreando su coñac. Un día me dijo con aire de
perdonavidas: —Observo que te aplicas en el ajedrez. Eso me demuestra dos
cosas: que eres inteligente y un perfecto holgazán. Sin embargo, tu dedicación
tendrá su premio. Soy justo. Pero eso sí, a falta de diplomas, de hoy en adelante
tendré de ti bonitas anotaciones de las partidas. Sí, muchacho, llevaremos
sendas libretas con las jugadas para cotejarlas. ¿Qué te parece? Aquello podría
resultar un par de cientos de pesos, y acepté. Desde entonces, todas las
noches, la estadística. Estaba tan arraigada la manía en él, que en mi ausencia
comentaba las partidas con Julio, el mayordomo. Ahora todo había concluido.
Cuando uno se encuentra en un callejón sin salida, el cerebro trabaja, busca,
rebusca, escarba. Y encuentra. Siempre hay salida para todo. No siempre es
buena. Pero es salida. Llegaba a la Costanera. Era una noche húmeda. En el
cielo nublado, alguna chispa eléctrica. El calorcillo mojaba las manos,
resecaba la boca. En la esquina, un policía me encabritó el corazón. El veneno,
¿cómo se llamaba? Aconitina. Varias gotitas en el coñac mientras conversábamos.
Mi tío esa noche estaba encantador. Me perdonó la partida. —Haré un solitario
—dijo—. Despaché a los sirvientes... ¡Hum! Quiero estar tranquilo. Después
leeré un buen libro. Algo que los jóvenes no entienden... Puedes irte.
—Gracias, tío. Hoy realmente es... sábado. —Comprendo. ¡Demonios! El hombre
comprendía. La clarividencia del condenado. El veneno surtía un efecto lento, a
la hora, o más, según el sujeto. Hasta seis u ocho horas. Justamente durante el
sueño. El resultado: la apariencia de un pacífico ataque cardíaco, sin huellas
comprometedoras. Lo que yo necesitaba. ¿Y quién sospecharía? El doctor Vega no
tendría inconveniente en suscribir el certificado de defunción. No en balde era
el médico de cabecera. ¿Y si me descubrían? Imposible. Nadie me había visto
entrar al gabinete de química. Había comenzado con general beneplácito a
asistir a la Facultad desde varios meses atrás, con ese deliberado propósito.
De verificarse el veneno faltante, jamás lo asociarían con la muerte de Néstor
Álvarez, fallecido de un síncope cardíaco. ¡Encontrar unos miligramos de veneno
en setenta y cinco kilos, imposible! Pero, ¿y Guillermo? Sí. Guillermo era un
problema. Lo hallé en el hall después de preparar la “encomienda” para el
infierno. Descendía la escalera, preocupado. —¿Qué te pasa? —le pregunté
jovial, y le hubiera agregado de mil amores: “¡Si supieras, hombre!” —¡Estoy
harto! —me replicó. —¡Vamos! —Le palmoteé la espalda—. Siempre estás dispuesto
a la tragedia... —Es que el viejo me enloquece. Últimamente, desde que volviste
a la Facultad y le llevas la corriente en el ajedrez, se la toma conmigo. Y
Matilde... —¿Qué sucede con Matilde? —Matilde me lanzó un ultimátum: o ella, o
tío. —Opta por ella. Es fácil elegir. Es lo que yo haría... —¿Y lo otro? Me
miró desesperado. Con brillo demoníaco en las pupilas; pero el pobre tonto
jamás buscaría el medio de resolver su problema. —Yo lo haría —siguió entre
dientes—; pero, ¿con qué viviríamos? Ya sabes cómo es el viejo... Duro,
implacable. ¡Me cortaría los víveres! —Tal vez las cosas se arreglen de otra
manera... —insinué bromeando—. ¡Quién te dice...! —¡Bah!... —sus labios se
curvaron con una mueca amarga—. No hay escapatoria. Pero yo hablaré con el
viejo sátiro. ¿Dónde está ahora? Me asusté. Si el veneno resultaba rápido... Al
notar los primeros síntomas podría ser auxiliado y... —Está en la biblioteca
—exclamé—, pero déjalo en paz. Acaba de jugar la partida de ajedrez, y despachó
a la servidumbre. ¡El lobo quiere estar solo en la madriguera! Consuélate en un
cine o en un bar. Se encogió de hombros. —El lobo en la madriguera... —repitió.
Pensó unos segundos y agregó, aliviado—: Lo veré en otro momento. Después de
todo... —Después de todo, no te animarías, ¿verdad? —gruñí salvajemente. Me
clavó la mirada. Por un momento centelleó, pero fue un relámpago. Miré el
reloj: las once y diez de la noche. Ya comenzaría a surtir efecto. Primero un
leve malestar, nada más. Después un dolorcillo agudo, pero nunca demasiado
alarmante. Mi tío refunfuñaba una maldición para la cocinera. El pescado
indigesto. ¡Qué poca cosa es todo! Debía de estar leyendo los diarios de la
noche, los últimos. Y después, el libro, como gran epílogo. Sentía frío. Las
baldosas se estiraban en rombos. El río era una mancha sucia cerca del paredón.
A lo lejos luces verdes, rojas, blancas. Los automóviles se deslizaban
chapoteando en el asfalto. Decidí regresar, por temor a llamar la atención.
Nuevamente por la avenida hacia Leandro N. Alem. Por allí a Plaza de Mayo. El
reloj me volvió a la realidad. Las once y treinta y seis. Si el veneno era
eficaz, ya estaría todo listo. Ya sería dueño de millones. Ya sería libre... Ya
sería..., ya sería asesino. Por primera vez pensé en el adjetivo substantivándolo.
Yo, sujeto, ¡asesino! Las rodillas me flaquearon. Un rubor me azotó el cuello,
subió a las mejillas, me quemó las orejas, martilló mis sienes. Las manos
traspiraban. El frasquito de aconitina en el bolsillo llegó a pesarme una
tonelada. Busqué en los bolsillos rabiosamente hasta dar con él. Era un
insignificante cuentagotas y contenía la muerte; lo arrojé lejos. Avenida de
Mayo. Choqué con varios transeúntes. Pensarían en un beodo. Pero en lugar de
alcohol, sangre. Yo, asesino. Esto sería un secreto entre mi tío Néstor y mi
conciencia. Un escozor dentro, punzante. Recordé la descripción del tratadista:
“En la lengua, sensación de hormigueo y embotamiento, que se inicia en el punto
de contacto para extenderse a toda la lengua, a la cara y a todo el cuerpo.”
Entré en un bar. Un tocadiscos atronaba con un viejo rag—time. Un recuerdo que
se despierta, vive un instante y muere como una falena. “En el esófago y en el
estómago, sensación de ardor intenso.” Millones. Billetes de mil, de
quinientos, de cien. Póquer. Carreras. Viajes... “Sensación de angustia, de
muerte próxima, enfriamiento profundo generalizado, trastornos sensoriales,
debilidad muscular, contracturas. Impotencia de los músculos.” Habría quedado
solo. En el palacio. Con sus escaleras de mármol. Frente al tablero de ajedrez.
Allí el rey, y la dama, y la torre negra. Jaque mate. El mozo se aproximó.
Debió sorprender mi mueca de extravío, mis músculos en tensión, listos para
saltar. —¿Señor? —Un coñac... —Un coñac... —repitió el mozo—. Bien, señor —y se
alejó. Por la vidriera la caravana que pasa, la misma de siempre. El tictac del
reloj cubría todos los rumores. Hasta los de mi corazón. La una. Bebí el coñac
de un trago. “Como fenómeno circulatorio, hay alteración del pulso e
hipotensión que se derivan de la acción sobre el órgano central, llegando, en
su estado más avanzado, al síncope cardíaco...” Eso es. El síncope cardíaco. La
válvula de escape. A las dos y treinta de la mañana regresé a casa. Al
principio no lo advertí. Hasta que me cerró el paso. Era un agente de policía.
Me asusté. —¿El señor Claudio Álvarez? —Sí, señor... —respondí humildemente
—Pase usted... —indicó, franqueándome la entrada. —¿Qué hace usted aquí? —me
animé a farfullar. —Dentro tendrá la explicación —fue la respuesta, seca,
torpona. En el hall, cerca de la escalera, varios individuos de uniforme se
habían adueñado del palacio. ¿Guillermo? Guillermo no estaba presente. Julio,
el mayordomo, amarillo, espectral, trató de hablarme. Uno de los uniformados,
canoso, adusto, el jefe del grupo por lo visto, le selló los labios con un
gesto. Avanzó hacia mí, y me inspeccionó como a un cobaya. —Usted es el mayor
de los sobrinos, ¿verdad? —Sí, señor... —murmuré. —Lamento decírselo, señor. Su
tío ha muerto... asesinado —anunció mi interlocutor. La voz era calma, grave—.
Yo soy el inspector Villegas, y estoy a cargo de la investigación. ¿Quiere
acompañarme a la otra sala? —¡Dios mío! —articulé anonadado—. ¡Es inaudito! Las
palabras sonaron a huecas, a hipócritas. (¡Ese dichoso veneno dejaba huellas!
¿Pero cómo... cómo?) —¿Puedo... puedo verlo? —pregunté. —Por el momento, no .
Además, quiero que me conteste algunas preguntas. —Como usted disponga...
—accedí azorado. Lo seguí a la biblioteca vecina. Tras él se deslizaron
suavemente dos acólitos. El inspector Villegas me indicó un sillón y se sentó
en otro. Encendió con parsimonia un cigarrillo y con evidente grosería no me
ofreció ninguno. —Usted es el sobrino... Claudio. —Pareció que repetía una
lección aprendida de memoria. —Sí, señor. —Pues bien: explíquenos qué hizo esta
noche. Yo también repetí una letanía. —Cenamos los tres, juntos como siempre.
Guillermo se retiró a su habitación. Quedamos mi tío y yo charlando un rato;
pasamos a la biblioteca. Después jugamos nuestra habitual partida de ajedrez;
me despedí de mi tío y salí. En el vestíbulo me topé con Guillermo que
descendía por las escaleras rumbo a la calle. Cambiamos unas palabras y me fui.
—Y ahora regresa ... —Sí... —¿Y los criados? —Mi tío deseaba quedarse solo. Los
despachó después de cenar. A veces le acometían estas y otras manías. —Lo que
usted manifiesta concuerda en gran parte con la declaración del mayordomo.
Cuando éste regresó, hizo un recorrido por el edificio. Notó la puerta de la
biblioteca entornada y luz adentro. Entró. Allí halló a su tío frente a un
tablero de ajedrez, muerto. La partida interrumpida... De manera que jugaron la
partidita, ¿eh? Algo dentro de mí comenzó a botar como una pelota contra las
paredes del frontón. Una sensación de zozobra, de angustia, me recorría con la
velocidad de un buscapiés. En cualquier momento estallaría la pólvora. ¡Los
consabidos solitarios de mi tío! —Sí, señor... —admití. No podía desdecirme.
Eso también se lo había dicho a Guillermo. Y probablemente Guillermo al
inspector Villegas. Porque mi hermano debía de estar en alguna parte. El
sistema de la policía: aislarnos, dejamos solos, inertes, indefensos, para
pillarnos. —Tengo entendido que ustedes llevaban un registro de las jugadas.
Para establecer los detalles en su orden, ¿quiere mostrarme su libretita de
apuntes, señor Álvarez? Me hundía en el cieno. —¿Apuntes? —Sí, hombre —el
policía era implacable—, deseo verla, como es de imaginar. Debo verificarlo
todo, amigo; lo dicho y lo hecho por usted. Si jugaron como siempre... Comencé
a tartamudear. —Es que... —y después, de un tirón—: ¡Claro que jugamos como
siempre! Las lágrimas comenzaron a quemarme los ojos. Miedo. Un miedo
espantoso. Como debió sentirlo tío Néstor cuando aquella “sensación de
angustia... de muerte próxima..., enfriamiento profundo, generalizado...” Algo
me taladraba el cráneo. Me empujaban. El silencio era absoluto, pétreo. Los
otros también estaban callados. Dos ojos, seis ojos, ocho ojos, mil ojos. ¡Oh,
qué angustia! Me tenían..., me tenían... Jugaban con mi desesperación... Se
divertían con mi culpa... De pronto, el inspector gruñó: —¿Y? Una sola letra,
¡pero tanto! —¿Y? —repitió—. Usted fue el último que lo vio con vida. Y,
además, muerto. El señor Álvarez no hizo anotación alguna esta vez, señor mío.
No sé por qué me puse de pie. Tieso. Elevé mis brazos, los estiré. Me estrujé
las manos, clavándome las uñas, y al final chillé con voz que no era la mía:
—¡Basta! Si lo saben, ¿para qué lo preguntan? ¡Yo lo maté! ¡Yo lo maté! ¿Y qué
hay? ¡Lo odiaba con toda mi alma! ¡Estaba cansado de su despotismo! ¡Lo maté!
¡Lo maté! El inspector no lo tomó tan a la tremenda. —¡Cielos! —dijo—. Se
produjo más pronto de lo que yo esperaba. Ya que se le soltó la lengua, ¿dónde
está el revólver? —¿Qué revólver? El inspector Villegas no se inmutó. Respondió
imperturbable. —¡Vamos, no se haga el tonto ahora! ¡El revólver! ¿O ha olvidado
que lo liquidó de un tiro? ¡Un tiro en la mitad del frontal, compañero! ¡Qué
puntería!
W. I. EISEN
W. I. EISEN es uno de los seudónimos utilizados por
Isaac Aisemberg, escritor, dramaturgo y guionista cinematográfico nacido en
General Pico, La Pampa en 1918 y fallecido en 1997. a quien se deben numerosos
cuentos, y las siguientes novelas: Tres Negativos para un Retrato, Manchas en
el Río Bermejo, La Tragedia de los Cinco Círculos, La Tragedia del Cero. Ha
hecho incursiones en la Televisión con sus Cuentos de suspenso, y en el cine
con la adaptación de Tres Negativos para un Retrato.
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