El caso de los crímenes
sin firma
Pérez
Zelaschi
(1920-2005)
En la
vida lo principal es ser inteligente. Por eso, cuando perdí las dos últimas
fichas y decidí matar a mi socio: Frobel, tuve que hacerlo de modo inteligente.
En la
sociedad yo atiendo los asuntos administrativos y contables, en tanto que
Frobel anda de aquí para allá, ocupado de los clientes. Yo había empezado a
hacer negocios por mi cuenta, sacando dinero de las cuentas, los que repuse
realizando negocios, también inteligentes...
Pero ahora Frobel sospechaba algo. En
estos días lo vi revisar los libros con aire vacilante. Sin duda no entendía
nada porque yo complicaba a propósito la contabilidad y él no conoce de
estas cosas, pero tal vez pudiera llevar algún tipo de contabilidad casera con
sólo dos columnas, el Debe y el Haber. Pero sería suficiente para darse cuenta
que los números no cerraban.
Hace
poco yo había comprado un auto, lo había hecho arreglar y lo había vendido muy
bien, quedándome con la diferencia. Repuse el dinero y listo. Nadie se dio
cuenta. Negocios como ese había hecho muchos, por supuesto usando de mi
inteligencia.
Pero
como dije ahora Frobel sospechaba y más vale prevenir que curar.
Frobel
no tenía más herederos que dos hermanas solteras. Eran buenas amigas mías y si
él moría yo podría convencerlas para que siguieran la sociedad.
¡Entonces
sí que habría buenas ocasiones para un tipo inteligente ¡
Frobel
se fue a Montevideo el 20 de Junio sin haber podido verificar sus sospechas.
Yo me
fui a Mar del Plata para ver si con suerte en el casino podía recuperar el
dinero que había sacado. Pero me fue mal, jugué con toda la
inteligencia del mundo, pero tuve mala suerte. La ruleta me llevó hasta la
última ficha.
No
tuve pues la culpa de la muerte de Frobel. La culpa la tuvieron la ruleta y la
mala suerte.
Pero
todo tiene remedio para un tipo inteligente. Matar a Frobel era fácil, pero yo
sería acusado enseguida, además los clientes de la firma no eran amigos míos
sino de Frobel y el solo conocimiento de que me enredaran en un sumario haría
que huyeran de mí como una bandada de patos del fusil del tirador. Pero, naturalmente, un tipo inteligente o posee recursos o los inventa.
Matar a un hombre, repito, no es difícil, cualquier imbécil lo hace. La
cosa era no ser descubierto. Lo que descubre a un asesino son las conexiones
con la víctima. Así que pensé en una estrategia: mataría a alguien cualquiera.
Si luego de ese cualquiera, se liquida
a otro cualquiera y por último a Frobel, la policía creerá que Frobel es otro
cualquiera, vinculado con los anteriores, y no el Frobel vinculado
conmigo. Y esto se impondrá con mayor fuerza si uno deja en cada caso un rastro
evidente, una marca de fábrica, digamos, lo suficientemente extravagante para
que esas muertes se entrelacen entre sí. Creando un vínculo artificioso entre
las tres, el verdadero motivo quedaría oculto y con ello oculto también el
criminal.
Bien.
No sé dónde leí que lo mejor para partir un cráneo como si fuera un huevo es
una cachiporra flexible y barata, que se hace de una tela fuerte, se la cose
como un tubo, y se la rellena con arena. Yo la hice y le agregué unas
municiones y una bola de acero en la punta. Resultó una varilla bastante pesada
pero cómoda para llevar dentro de las ropas.
Como
vivo solo nadie podía sorprenderse de que esa noche no volviera a mi
departamento. Fui a un cine, luego a la salida fui a tomar un café y por último
me tomé cualquier colectivo, creo que era el 126. Se metió por un barrio
solitario, lo recorrí un poco hasta que me bajé. Caminé por unas calles
solitarias hasta que vi a un hombre que salía de una casa. Iba con un paso
vacilante, como de los borrachos. Lo seguí silenciosamente, pues me había
puesto zapatos de goma. El hombre estaba abrigado porque hacía frió.
Pude
tomar todas las precauciones: verificar
lo solitario de la calle, sopesar la cachiporra.
Pobre diablo. Cayó como si se hubiese
dormido de pronto mientras caminaba. Arrojé sobre él un ejemplar de L’Europeo,
revista de la que había comprado tres ejemplares, y caminando tranquilo,
me alejé del lugar.
Los
diarios de la mañana siguiente no destinaron mucho espacio a ese crimen. Y la
policía, como lo había previsto, quedó a ciegas.
Ocho
días después volví a meter la cachiporra bajo el abrigo, fui al cine, tomé un
café en un bar cualquiera y subí al primer colectivo que pasó. Recorrí barrios
muy retirados del centro hasta que por fin me bajé. En ese barrio solo andaban
los gatos y el fino y cortante viento de la madrugada... y le
hundí la cabeza a un tipo gordo y calvo, que volvía a su casa resoplando de
frío y de cansancio y sobre cuyo cadáver dejé L’Europeo, mi marca de fábrica.
¡Entonces
sí que hablaron los diarios! Los periodistas hicieron mil hipótesis, desde una
venganza corsa hasta la revelación de que existía en Buenos Aires una
organización anarquista, hasta la idea de que se trataba de una obra de
inmigrantes ilegales.
En
fin, hicieron todo tipo de conjeturas y fantasías. La policía no pudo establecer
ningún vínculo entre un muerto y otro. El primero había sido un pobre empleado
jubilado sin más familia que un perro y las botellas y el segundo resultó ser
un catalán propietario de una mercería, hombre acomodado, sin enemigos,
casado y sin hijos.
Naturalmente,
de haber revisado mi departamento hubieran encontrado la cachiporra y el otro
ejemplar de L’Europeo, y hasta los boletos de los ómnibus que había tomado ese
día. Pero ¿por qué iban a hacerlo? Yo era uno más entre los habitantes de
Buenos Aires con la misma posibilidad de cualquiera de ser sospechado.
Entretanto yo concurría como siempre a mi oficina. Estaba preparado para esto y
así, en menos de una semana arreglé los libros de modo que, muerto Frobel,
nadie pudiera sospechar nada.
Frobel
regresó contento de Montevideo, sospeché que había cerrado dos o tres buenos
negocios por su cuenta con su propio dinero. Pensé que como no me comentaba
nada estaba pensando en disolver la sociedad. Desgraciadamente para él.
Y
digo desgraciadamente porque dos noches después de su llegada me aposté
en la esquina de su casa, bajo las altas acacias y esperé a que saliera. Sabía
que hacía esto: a las diez y media terminaba metódicamente su cena, a las once
y cuarto se encaminaba al club donde jugaba hasta las tres de la mañana.
Por
suerte la noche era oscura y pude permanecer bajo la ancha sombra de las
acacias. Era, además, un barrio señorial y tranquilo, de grandes casas
burguesas y casi ningún peatón.
Como
uno es un tipo inteligente llevé conmigo una radio de bolsillo, para escuchar
los programas. Era una precaución más. Ya pensaba: “Vea, oficial, yo anoche me
quedé en casa oyendo radio...” El oficial sonreiría... “¡Ajá, muy
interesante...!” y de pronto, incisivamente:” ¿Y qué es lo que oyó entre diez y
las doce?”
“Espere
Ud. ...¡Ah si! Oí a los hermanos Avalos a las diez y después, sí, unos temas de
Piazzola... y luego otros sobre los barrios porteños...”
Esto
era imposible saberlo sin haberlo oído... y yo lo escuchaba con el mínimo
volumen, tratando de recordar cada cosa...
A las
once se abrió la forjada puerta de hierro. Frobel se envolvió en la bufanda y
empezó a caminar por la Avenida Cabildo que brillaba adelante a tres o cuatro
cuadras.
Descorrí
el cierre, palpé la cachiporra y lo seguí. Él caminaba despacio, con pasos
seguros y satisfechos. Seguramente había comido muy bien y había disfrutado de
sus vinos. Ni siquiera me oyó llegar: Se derrumbó lentamente, como si se
acostara a dormir.
Nada
mejor que repetir una cosa para lograr la perfección. Dejé L’Europeo al lado
del cuerpo y me alejé a buen paso, doblando esquina tras esquina hasta
que llegué a Barrancas de Belgrano diez minutos después y tomé un tren casi
vacío. Regresé a mi casa a medianoche sin tropezar con nadie. La cachiporra la
arrojé al Riachuelo.
Realmente
estaba satisfecho. Aquellos dos primeros muertos se encadenarían a éste. Y la
policía, confundida por los tres crímenes hechos de igual manera pero sin que
las víctimas tuvieran nada entre sí, giraría en el vacío.
Yo me
hallaba en la misma situación de cualquiera de los parientes de Frobel o
de sus amigos y conocidos.
La
policía buscaría al hombre relacionado con los tres crímenes. Y ese hombre,
desde luego no era yo. Si aceptaban la hipótesis del asesino serial, del
psicópata. ¿Por qué irían a pensar en mí?
Todo
salió como lo pensé. Interrogaron a la secretaria de la empresa, a las
hermanas de Frobel, a sus amigos, a mí, a nuestros clientes. Yo era uno
más.
Aquel
ejemplar de L’Europeo alucinaba a todos. Un redactor de “Noticias” tejió una hipótesis
entera en torno a él, pues, por distintos caminos y por pura casualidad, esos
tres hombres tenían en algo que ver con Alemania: Frobel era alemán, de
Baviera. La mujer del hermano del dueño del bar de donde salió el borracho,
primera víctima, era alemana, de Brandeburgo, y el principal fiador del dueño
de la mercería de Villa del Parque era también alemán, del Palatinado. En torno
a eso y mezclándolo bien con una dosis de espionaje, datos sobre los funerales
de Hitler y otros detalles, quedó un lindo cóctel.
Esa
noche, la edición sexta del diario fue agotada ya en las paradas principales,
no alcanzó a llegar a los barrios.
Al
día siguiente todos los diarios hablaban del “Triple misterio alemán” Yo me
divertí bastante.
Naturalmente
las cosas no podían quedar así. Si Frobel era el último muerto yo podría quedar
en evidencia por cualquier azar, más si pensaba ser gerente y socio a la vez de
la firma. Si nadie había aprovechado las dos muertes anteriores, yo usaría
brillantemente la tercera. Era peligroso si, y no podía quedar así.
Por
eso, cuando las cosas se calmaron, fabriqué otra cachiporra y una noche de
perros, lluvia y viento del este, salí de casa para seguir el camino de
siempre, un cine, un café, un colectivo, otra calle solitaria, en pleno barrio
de Floresta, esta vez.
Un
hombre caminaba delante de mí, mojado y oportuno. Abrí de nuevo el cierre de la
cachiporra... y entonces me iluminaron dos linternas cuyos haces se
cruzaron sobre mí.
Los
imbéciles de la policía me habían seguido.
---Esto
es lo que confesó Juan Bernal, amigo Pérez Zelaschi, porque no tenía más
remedio. Así terminó el caso del “Triple misterio alemán”
El
inspector Leoni sonrió. Era como un buda, gordo, calmo y lustroso, pero
catamarqueño.
----Tres
asesinatos y otro en puerta... ¿le parecen pocos?
---
No me refiero a eso, sino a la pesquisa.
Estábamos
en la cocina de su casa, llena a esa hora lluviosa, por el aceitoso aroma de
las tortas fritas que hacía la patrona. Leoni llenó el mate. Solo cuando en la
boca del mate apareció un copete verde y fragante, me contestó.
---Los
tipos inteligentes sólo hacen macanas: guerras, revoluciones, libros, teorías
raras, crímenes, bombas atómicas. No sirven para nada, pero se creen
superiores. Bernal era uno de ellos. Menos mal que la humanidad está compuesta
por tontos o pobres diablos como usted y como yo...Bien... Confieso que los de
la Federal estaban despistados.
Casi
tanto como los periodistas. Investigaron por todos lados tratando de relacionar
al empleado con el catalán, pero no salieron ni para atrás ni para adelante.
Entonces
al comisario de la 23 se le ocurrió que se tratara caso por caso, es decir como
si entre ellos no hubiera lazo alguno. Al jefe le pareció bien y así se hizo,
al principio sin resultado. Bernal nos desorientó pero se olvidó de que hay
muchachos en la Federal que tienen 35 años de oficio. Cuando se produjo el
tercer asesinato volvimos a estudiarlo con los dos métodos, es decir: tratando
de vincularlo con los anteriores y también como si fuera un caso aislado.
Y así
supimos unas cuantas cosas: que Bernal tenía sus asuntitos, que había jugado
fuerte a la ruleta, que esa plata era plata sospechosa. Un sábado y un
domingo enteros dos ex inspectores de la DGI revisaron los libros de
contabilidad y hallaron cosas que habían sido fraguadas. Nada ilegal pero sí
oscuro.
Hasta
ese momento no sospechábamos de Bernal más que de cualquiera pero descubrimos
unas compritas en una ferretería: municiones, una bola de plomo.
Esa
noche y otras que él no advirtió lo seguimos. Estuvimos en el cine, en el bar,
en el colectivo, recorrimos calles solitarias. Salí delante de él desde una
casa y hubiera sido su cuarto muerto. Pero vio usted como lo iluminaron. Estaba
cercado.
Bernal
se perdió por querer terminar su obra demasiado bien, con demasiada
inteligencia. Seguramente un cuarto crimen hubiera desviado nuestra tarea.
Lástima
que levantaron el penal de Ushuaia! Está en Santa Rosa, con cadena perpetua.
Ahora decora lapiceras con sedas de colores. Ya ve para qué le sirvió su
inteligencia.
Adolfo
Pérez Zelaschi
De “Antología del cuento policial argentino” (adaptado)
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