domingo, 29 de septiembre de 2019

Pérez Zelaschi "El caso de los crímenes sin firma"



El caso de los crímenes sin firma
Pérez Zelaschi
(1920-2005)

En la vida lo principal es ser inteligente. Por eso, cuando perdí las dos últimas fichas y decidí matar a mi socio: Frobel, tuve que hacerlo de modo inteligente.
En la sociedad yo atiendo los asuntos administrativos y contables, en tanto que Frobel anda de aquí para allá, ocupado de los clientes. Yo había empezado a hacer negocios por mi cuenta, sacando dinero de las cuentas, los que repuse realizando negocios, también inteligentes...
Pero ahora Frobel sospechaba algo. En estos días lo vi revisar los libros con aire vacilante. Sin duda no entendía nada porque yo complicaba a  propósito la contabilidad y él no conoce de estas cosas, pero tal vez pudiera llevar algún tipo de contabilidad casera con sólo dos columnas, el Debe y el Haber. Pero sería suficiente para darse cuenta que los números no cerraban.
Hace poco yo había comprado un auto, lo había hecho arreglar y lo había vendido muy bien, quedándome con la diferencia. Repuse el dinero y listo. Nadie se dio cuenta. Negocios como ese había hecho muchos, por supuesto usando de mi inteligencia.
Pero como dije ahora Frobel sospechaba y más vale prevenir que curar.
Frobel no tenía más herederos que dos hermanas solteras. Eran buenas amigas mías y si él moría yo podría convencerlas para que siguieran la sociedad.
¡Entonces sí que habría buenas ocasiones para un tipo inteligente ¡
Frobel se fue a Montevideo el 20 de Junio sin haber podido verificar sus sospechas.
Yo me fui a Mar del Plata para ver si con suerte en el casino podía recuperar el dinero que había sacado. Pero me fue mal, jugué con toda la inteligencia del mundo, pero tuve mala suerte. La ruleta me llevó hasta la última ficha.
No tuve pues la culpa de la muerte de Frobel. La culpa la tuvieron la ruleta y la mala suerte.
Pero todo tiene remedio para un tipo inteligente. Matar a Frobel era fácil, pero yo sería acusado enseguida, además los clientes de la firma no eran amigos míos sino de Frobel y el solo conocimiento de que me enredaran en un sumario haría que huyeran de mí como una bandada de patos del fusil del tirador.  Pero, naturalmente, un tipo inteligente o posee recursos o los inventa. Matar a un hombre, repito, no es difícil,  cualquier imbécil lo hace. La cosa era no ser descubierto. Lo que descubre a un asesino son las conexiones con la víctima. Así que pensé en una estrategia: mataría a alguien cualquiera. Si luego de ese cualquiera, se liquida a otro cualquiera y por último a Frobel, la policía creerá que Frobel es otro cualquiera, vinculado con los anteriores,  y no el Frobel vinculado conmigo. Y esto se impondrá con mayor fuerza si uno deja en cada caso un rastro evidente, una marca de fábrica, digamos, lo suficientemente extravagante para que esas muertes se entrelacen entre sí. Creando un vínculo artificioso entre las tres, el verdadero motivo quedaría oculto y con ello oculto también el criminal.
Bien. No sé dónde leí que lo mejor para partir un cráneo como si fuera un huevo es una cachiporra flexible y barata, que se hace de una tela fuerte, se la cose como un tubo, y se la rellena con arena. Yo la hice y le agregué unas municiones y una bola de acero en la punta. Resultó una varilla bastante pesada pero cómoda para llevar dentro de las ropas.
Como vivo solo nadie podía sorprenderse de que esa noche  no volviera a mi departamento. Fui a un cine, luego a la salida fui a tomar un café y por último me tomé cualquier colectivo, creo que era el 126. Se metió por un barrio solitario, lo recorrí un poco hasta que me bajé. Caminé por unas calles solitarias hasta que vi a un hombre que salía de una casa. Iba con un paso vacilante, como de los borrachos. Lo seguí silenciosamente, pues me había puesto zapatos de goma. El hombre estaba abrigado porque hacía frió.
Pude tomar todas las precauciones:  verificar lo solitario de la calle, sopesar la cachiporra.
Pobre diablo. Cayó como si se hubiese dormido de pronto mientras caminaba. Arrojé sobre él un ejemplar de L’Europeo, revista de la que había comprado tres ejemplares,  y caminando tranquilo, me alejé del lugar.
Los diarios de la mañana siguiente no destinaron mucho espacio a ese crimen. Y la policía, como lo había previsto, quedó a ciegas.
Ocho días después volví a meter la cachiporra bajo el abrigo, fui al cine, tomé un café en un bar cualquiera y subí al primer colectivo que pasó. Recorrí barrios muy retirados del centro hasta que por fin me bajé. En ese barrio solo andaban los gatos y el fino   y cortante viento de la madrugada...  y le hundí la cabeza a un tipo gordo y calvo, que volvía a su casa resoplando de frío y de cansancio y sobre cuyo cadáver dejé L’Europeo, mi marca de fábrica.
         ¡Entonces sí que hablaron los diarios! Los periodistas hicieron mil hipótesis, desde una venganza corsa hasta la revelación de que existía en Buenos Aires una organización anarquista, hasta la idea de que se trataba de una obra de inmigrantes ilegales.
En fin, hicieron todo tipo de conjeturas y fantasías. La policía no pudo establecer ningún vínculo entre un muerto y otro. El primero había sido un pobre empleado jubilado sin más familia que un perro y las botellas y el segundo resultó ser un catalán propietario de una mercería, hombre acomodado, sin enemigos, casado  y sin hijos.
Naturalmente, de haber revisado mi departamento hubieran encontrado la cachiporra y el otro ejemplar de L’Europeo, y hasta los boletos de los ómnibus que había tomado ese día. Pero ¿por qué iban a hacerlo? Yo era uno más entre los habitantes de Buenos Aires con la misma posibilidad de cualquiera de ser sospechado. Entretanto yo concurría como siempre a mi oficina. Estaba preparado para esto y así, en menos de una semana arreglé los libros de modo que, muerto Frobel, nadie pudiera sospechar nada.
Frobel regresó contento de Montevideo, sospeché que había cerrado dos o tres buenos negocios por su cuenta con su propio dinero. Pensé que como no me comentaba nada estaba pensando en disolver la sociedad. Desgraciadamente para él.
Y digo desgraciadamente porque dos noches después de su llegada me aposté  en la esquina de su casa, bajo las altas acacias y esperé a que saliera. Sabía que hacía esto: a las diez y media terminaba metódicamente su cena, a las once y cuarto se encaminaba al club donde jugaba hasta las tres de la mañana.
Por suerte la noche era oscura y pude permanecer bajo la ancha sombra de las acacias. Era, además, un barrio señorial y tranquilo, de grandes casas burguesas y casi ningún peatón.
Como uno es un tipo inteligente llevé conmigo una radio de bolsillo, para escuchar los programas. Era una precaución más. Ya pensaba: “Vea, oficial, yo anoche me quedé en casa oyendo radio...” El oficial sonreiría... “¡Ajá, muy interesante...!” y de pronto, incisivamente:” ¿Y qué es lo que oyó entre diez y las doce?”
“Espere Ud. ...¡Ah si! Oí a los hermanos Avalos a las diez y después, sí, unos temas de Piazzola... y luego otros sobre los barrios porteños...”
Esto era imposible saberlo sin haberlo oído... y yo lo escuchaba con el mínimo volumen, tratando de recordar cada cosa...
A las once se abrió la forjada puerta de hierro. Frobel se envolvió en la bufanda y empezó a caminar por la Avenida Cabildo que brillaba adelante a tres o cuatro cuadras.
Descorrí el cierre, palpé la cachiporra y lo seguí. Él caminaba despacio, con pasos seguros y satisfechos. Seguramente había comido muy bien y había disfrutado de sus vinos. Ni siquiera me oyó llegar: Se derrumbó lentamente, como si se acostara a dormir.
Nada mejor que repetir una cosa para lograr la perfección. Dejé L’Europeo al lado del cuerpo y me  alejé a buen paso, doblando esquina tras esquina hasta que llegué a Barrancas de Belgrano diez minutos después y tomé un tren casi vacío. Regresé a mi casa a medianoche sin tropezar con nadie. La cachiporra la arrojé al Riachuelo.
Realmente estaba satisfecho. Aquellos dos primeros muertos se encadenarían a éste. Y la policía, confundida por los tres crímenes hechos de igual manera pero sin que las víctimas tuvieran nada entre sí, giraría en el vacío.
Yo me hallaba en la misma situación de cualquiera de los parientes de  Frobel o de sus amigos y conocidos.
La policía buscaría al hombre relacionado con los tres crímenes. Y ese hombre, desde luego no era yo. Si aceptaban la hipótesis del asesino serial, del psicópata. ¿Por qué irían a pensar en mí?
Todo salió como lo pensé. Interrogaron a la secretaria de la empresa,  a las hermanas de Frobel, a sus amigos,  a mí, a nuestros clientes. Yo era uno más.
Aquel ejemplar de L’Europeo alucinaba a todos. Un redactor de “Noticias” tejió una hipótesis entera en torno a él, pues, por distintos caminos y por pura casualidad, esos tres hombres tenían en algo que ver con Alemania: Frobel era alemán, de Baviera. La mujer del hermano del dueño del bar de donde salió el borracho, primera víctima, era alemana, de Brandeburgo, y el principal fiador del dueño de la mercería de Villa del Parque era también alemán, del Palatinado. En torno a eso y mezclándolo bien con una dosis de espionaje, datos sobre los funerales de Hitler y otros detalles, quedó un lindo cóctel.
Esa noche, la edición sexta del diario fue agotada ya en las paradas principales, no alcanzó a llegar a los barrios.
Al día siguiente todos los diarios hablaban del “Triple misterio alemán” Yo me divertí bastante.
Naturalmente las cosas no podían quedar así. Si Frobel era el último muerto yo podría quedar en evidencia por cualquier azar, más si pensaba ser gerente y socio a la vez de la firma. Si nadie había aprovechado las dos muertes anteriores, yo usaría brillantemente la tercera. Era peligroso si, y no podía quedar así.
Por eso, cuando las cosas se calmaron, fabriqué otra cachiporra y una noche de perros, lluvia y viento del este, salí de casa para seguir el camino de siempre, un cine, un café, un colectivo, otra calle solitaria, en pleno barrio de Floresta, esta vez.
Un hombre caminaba delante de mí, mojado y oportuno. Abrí de nuevo el cierre de la cachiporra...  y entonces me iluminaron dos linternas cuyos haces se cruzaron sobre mí.
Los imbéciles de la policía me habían seguido.
         ---Esto es lo que confesó Juan Bernal, amigo Pérez Zelaschi, porque no tenía más remedio. Así terminó el caso del “Triple misterio alemán”
El inspector Leoni sonrió. Era como un buda, gordo, calmo y lustroso, pero catamarqueño.
----Tres asesinatos y otro en puerta... ¿le parecen pocos?
--- No me refiero a eso, sino a la pesquisa.
Estábamos en la cocina de su casa, llena a esa hora lluviosa, por el aceitoso aroma de las tortas fritas que hacía la patrona. Leoni llenó el mate. Solo cuando en la boca del mate apareció un copete verde y fragante, me contestó.
---Los tipos inteligentes sólo hacen macanas: guerras, revoluciones, libros, teorías raras, crímenes, bombas atómicas. No sirven para nada, pero se creen superiores. Bernal era uno de ellos. Menos mal que la humanidad está compuesta por tontos o pobres diablos como usted y como yo...Bien... Confieso que los de la Federal estaban despistados.
Casi tanto como los periodistas. Investigaron por todos lados tratando de relacionar al empleado con el catalán, pero no salieron ni para atrás ni para adelante.
Entonces al comisario de la 23 se le ocurrió que se tratara caso por caso, es decir como si entre ellos no hubiera lazo alguno. Al jefe le pareció bien y así se hizo, al principio sin resultado. Bernal nos desorientó pero se olvidó de que hay muchachos en la Federal que tienen 35 años de oficio. Cuando se produjo el tercer asesinato volvimos a estudiarlo con los dos métodos, es decir: tratando de vincularlo con los anteriores y también como si fuera un caso aislado.
Y así supimos unas cuantas cosas: que Bernal tenía sus asuntitos, que había jugado fuerte a la ruleta, que esa plata era plata sospechosa. Un sábado y  un domingo enteros dos ex inspectores de la DGI revisaron los libros de contabilidad y hallaron cosas que habían sido fraguadas. Nada ilegal pero sí oscuro.
Hasta ese momento no sospechábamos de Bernal más que de cualquiera pero descubrimos unas compritas en una ferretería: municiones, una bola de plomo.
Esa noche y otras que él no advirtió lo seguimos. Estuvimos en el cine, en el bar, en el colectivo, recorrimos calles solitarias. Salí delante de él desde una casa y hubiera sido su cuarto muerto. Pero vio usted como lo iluminaron. Estaba cercado.
Bernal se perdió por querer terminar su obra demasiado bien, con demasiada inteligencia. Seguramente un cuarto crimen hubiera desviado nuestra tarea.
Lástima que levantaron el penal de Ushuaia! Está en Santa Rosa, con cadena perpetua. Ahora decora lapiceras con sedas de colores. Ya ve para qué le sirvió su inteligencia.
 Adolfo Pérez Zelaschi
                                                        De “Antología   del cuento policial argentino” (adaptado)






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