domingo, 29 de septiembre de 2019

Juan Sasturain "Subjuntivo"


Subjuntivo
Juan Sasturain

Supongamos que te despiertes un día desnudo en la cama de un cuarto vacío e impecable, que tu única certeza sea un vago dolor por todo el cuerpo y que sientas que es sólo el residuo de un gran dolor anterior, ya en retirada; que mires alrededor y no reconozcas el lugar ni tu propio rostro en el espejo te diga nada; que disfrutes de la visión del parque en la ventana, que sepas el nombre de las cosas pero no el tuyo. Que apenas el idioma en que esté escrito el diario abandonado junto a tu cabecera te resulte comprensible, pero no los personajes de los que hable, ni la ciudad ni la fecha al pie de un título inexpresivo.
Que en cierto momento alguien entre al cuarto y sepas quedarte sin preguntar pero además compruebes, con alivio inexplicable, que tampoco te pregunten; que en horas y en días sucesivos personas formales e impenetrables se ocupen de alimentarte, vestirte, mostrarte una ciudad que te resulte vagamente familiar, como conocida en un sueño; que todo transcurra de un modo natural, que nadie te ordené nada pero que sepas, simplemente, qué ha de suceder cada día.
Que una noche te despierte el rumor del roce de las sábanas a tu lado y sientas deslizarse un cuerpo cálido; que la mujer o el cuerpo que la represente sea joven y saludable, distante; que no sepa su nombre; que cuando respires junto a su boca sientas el aire usado, la devolución de un aliento vivido.

Que te entregues dócil a esas sensaciones y esperes una revelación inminente, y que no llegue.

Que esa noche puedan ser varias noches o una sola interminable, que la mujer pueda ser otras mujeres o la misma, multiforme pero siempre más cómoda y simple al exponer su pasión sin palabras, un silencio elocuente que agradezcas. Que sus muslos te rocen suavísimos pero reiterados, un modo de lijar tiernamente tu piel, de buscar algo más por debajo, como si le quitaran capas de pintura a un mueble antiguo y olvidado de su auténtica madera. Que todo esto suceda una y otra vez y muchas veces pero que finalmente salgas de ese centro oscuro hacia la luz, y que en el dragón tatuado sobre el tibio muslo desvelado al amanecer reconozcas el mismo monstruo interrogante que te espere cada mañana en el monograma de las toallas, en la loza de tu mesa diaria.

Que esa revelación no te quite el sueño pero que lo pueble desde entonces.
Supongamos que finalmente, una mañana, alguien cortés pero no cordial te lleve por pasillos largos y salones vacíos hacia la salida, que te suba a un coche negro pero no sombrío, y que recorras con él la ciudad sin nombrarla; que ya en las afueras lleguen a una casona de ladrillos gastados, vieja pero no abandonada, donde tras las cortinas siempre sea de noche; que se te conduzca por pasadizos sucesivos, franqueándote herméticas puertas de hierro y madera hasta llegar a la habitación donde alguien te espere, y que el que te haya llevado le diga, antes de dejarte a solas con él:

—Todo tuyo, Subjuntivo.

Que el hombre que te observe sentado sea gordo y viejo, con cara de niño ferozmente envejecido bajo la luz cenital y única que caiga sobre su escritorio desnudo, sólo ocupado por el ominoso dragón de bronce que reconozcas en un extremo; que sin decir una palabra meta una mano laxa en el interior de la chaqueta y que cuando esperes que extraiga un arma o alguna forma de amenaza sólo te extienda un sobre: que lo abras y descubras en el interior una fotografía en la que dos hombres, ante lo que has de suponer un repentino flash, antepongan las infructuosas palmas de las manos, se aterroricen. 

Que te resulten desconocidos y lo manifiestes, y que el llamado Subjuntivo no se muestre extrañado sino que te diga, precisa pero casi casualmente:

—Acaso te convenga averiguar quiénes hayan sido estos dos... Dónde, cuándo y por qué hayan estado ahí donde estuvieran en el momento de la foto.

Que al decirlo te señale con un dedo corto y blando el rectángulo en blanco y negro, una ampliación evidente, y que finalmente agregue:
—Hagamos de cuenta que para averiguarlo dispongas de dos semanas de plazo y que puedas utilizar todos los recursos que encuentres en este edificio, puestos a tu disposición.
—¿Una especie de test?—acaso preguntes.
—Supongamos que sí —se te conceda.
—Supongamos que no pueda ni deba negarme... —te atrevas a parodiar.
—...Y supongamos que cuando llegues al final, todo esto haya acabado —acaso concluya él.

Luego se levante, te dé una fría mano tatuada de dragones, y te deje solo.
Pueda ser que una vez más no preguntes nada, que aceptes la tarea con el alivio inexplicable de alguien que se sospechase culpable aunque no supiera de qué. Y pueda ser que durante los siguientes días te empeñes en cumplir tu misión y que no te resulte tan difícil, pues en ese extraño edificio todo y todos no hagan otra cosa que complacerte.

Que tu tiempo se divida desde entonces en largas jornadas diurnas de investigación y noches saturadas de fantasmas sin nombre. Que el día y la penumbra se alimenten ciegamente de una misma sustancia inasible: que durante la vigilia y el trabajo evoques a la reiterada mujer del dragón, luego al dragón aislado sobre la piel, como una rúbrica al final de un documento desconocido, pero que cuando vuelva la oscuridad te lleves al lecho, junto a ella, las obsesiones avivadas por los trabajos del día.

Que en dos semanas, con sorprendente facilidad y utilizando medios que te resulten oscuramente familiares —archivos gráficos completos, dossiers personales que imagines de acceso privado, todos los recursos propios de una organización secreta—, llegues a descubrir la identidad de los extraños; que luego identifiques el lugar, esa sala cinematográfica, ese teatro semiabandonado en el que hayan sido asesinados —pues de eso se trate— y finalmente averigües la fecha exacta, no muy lejana, del crimen. Que llegues a reunir, incluso, todos los datos sobre el asesino —no su identidad, sí sus peripecias: huida, captura y desaparición — y que te atrevas a pedir una reunión con Subjuntivo para mostrarle tus logros.

Que la entrevista te sea concedida y que sean escuchadas con atención tus deducciones sin duda correctas. Que finalmente, cuando hayas terminado tu exposición, Subjuntivo la apruebe con una sonrisa cansada y te diga que nunca hubiera esperado menos de ti. 

Que en ese momento se lleve por segunda vez la mano al bolsillo interior de la chaqueta y extraiga un nuevo sobre, un poco mayor y más abultado, y te lo entregue para que lo abras. 

Que saques una carta y una foto; que te detengas primero en ésta, que sea la misma que la anterior pero ampliada — que se pueda ver ahora el signo del dragón tatuado en las palmas de las manos tendidas hacia adelante de los desgraciados — y que, con mayor campo, ahora se te revele la presencia de alguien en primer plano, de espaldas pero reconocible — sobre todo para ti — disparándole a los dos aterrorizados.

Supongamos que el que dispare en la foto seas tú.

Que te asombres, que pidas o des explicaciones pero que Subjuntivo no se inmute ni parezca oírte y sólo te indique que leas la carta.
Supongamos que la leas, que sea este mismo texto, que acaso en un relámpago de precaria lucidez se te revele ahora el sentido de la tarea encomendada, de esas amables visitas nocturnas, exploradoras sutiles no de tu cuerpo sino de tu memoria; supongamos que cuando levantes la mirada te encuentres con la mía y que yo mismo, Subjuntivo, te diga:

—Supongamos que hayas matado a dos de los míos y que no lo recuerdes. Que ni siquiera sepas quiénes sean los míos o los tuyos y que eso no importe ya. Que en el duro trámite de tu captura hayas perdido accidentalmente la memoria e identidad pero no aptitud y raciocinio. Que no hayamos querido matarte en la ignorancia —-esa forma sutil y tramposa de la inocencia— para que no lo creyeras injusto y te autocomplacieras en el dolor, te otorgaras alguna razón mentirosa.
Supongamos que te hayamos incitado por todos los accesos de la piel y de la mente para develarte tu oscuro secreto; que te desordenáramos los sentidos en el amor o su simulacro, que te entregáramos las claves para que tu inteligencia convocara a la memoria. 
Supongamos que hayamos creído que para que el castigo fuera tal debieras sentir culpa y no sólo miedo en este momento.
Supongamos, finalmente, que yo sólo haya querido que cuando saque este revólver, dispare y te mate, acaso no sepas quién muera pero sí entiendas por qué.


                                                                                                                 Adaptación.
                                                                                                          Juan Sasturain



Pérez Zelaschi "El caso de los crímenes sin firma"



El caso de los crímenes sin firma
Pérez Zelaschi
(1920-2005)

En la vida lo principal es ser inteligente. Por eso, cuando perdí las dos últimas fichas y decidí matar a mi socio: Frobel, tuve que hacerlo de modo inteligente.
En la sociedad yo atiendo los asuntos administrativos y contables, en tanto que Frobel anda de aquí para allá, ocupado de los clientes. Yo había empezado a hacer negocios por mi cuenta, sacando dinero de las cuentas, los que repuse realizando negocios, también inteligentes...
Pero ahora Frobel sospechaba algo. En estos días lo vi revisar los libros con aire vacilante. Sin duda no entendía nada porque yo complicaba a  propósito la contabilidad y él no conoce de estas cosas, pero tal vez pudiera llevar algún tipo de contabilidad casera con sólo dos columnas, el Debe y el Haber. Pero sería suficiente para darse cuenta que los números no cerraban.
Hace poco yo había comprado un auto, lo había hecho arreglar y lo había vendido muy bien, quedándome con la diferencia. Repuse el dinero y listo. Nadie se dio cuenta. Negocios como ese había hecho muchos, por supuesto usando de mi inteligencia.
Pero como dije ahora Frobel sospechaba y más vale prevenir que curar.
Frobel no tenía más herederos que dos hermanas solteras. Eran buenas amigas mías y si él moría yo podría convencerlas para que siguieran la sociedad.
¡Entonces sí que habría buenas ocasiones para un tipo inteligente ¡
Frobel se fue a Montevideo el 20 de Junio sin haber podido verificar sus sospechas.
Yo me fui a Mar del Plata para ver si con suerte en el casino podía recuperar el dinero que había sacado. Pero me fue mal, jugué con toda la inteligencia del mundo, pero tuve mala suerte. La ruleta me llevó hasta la última ficha.
No tuve pues la culpa de la muerte de Frobel. La culpa la tuvieron la ruleta y la mala suerte.
Pero todo tiene remedio para un tipo inteligente. Matar a Frobel era fácil, pero yo sería acusado enseguida, además los clientes de la firma no eran amigos míos sino de Frobel y el solo conocimiento de que me enredaran en un sumario haría que huyeran de mí como una bandada de patos del fusil del tirador.  Pero, naturalmente, un tipo inteligente o posee recursos o los inventa. Matar a un hombre, repito, no es difícil,  cualquier imbécil lo hace. La cosa era no ser descubierto. Lo que descubre a un asesino son las conexiones con la víctima. Así que pensé en una estrategia: mataría a alguien cualquiera. Si luego de ese cualquiera, se liquida a otro cualquiera y por último a Frobel, la policía creerá que Frobel es otro cualquiera, vinculado con los anteriores,  y no el Frobel vinculado conmigo. Y esto se impondrá con mayor fuerza si uno deja en cada caso un rastro evidente, una marca de fábrica, digamos, lo suficientemente extravagante para que esas muertes se entrelacen entre sí. Creando un vínculo artificioso entre las tres, el verdadero motivo quedaría oculto y con ello oculto también el criminal.
Bien. No sé dónde leí que lo mejor para partir un cráneo como si fuera un huevo es una cachiporra flexible y barata, que se hace de una tela fuerte, se la cose como un tubo, y se la rellena con arena. Yo la hice y le agregué unas municiones y una bola de acero en la punta. Resultó una varilla bastante pesada pero cómoda para llevar dentro de las ropas.
Como vivo solo nadie podía sorprenderse de que esa noche  no volviera a mi departamento. Fui a un cine, luego a la salida fui a tomar un café y por último me tomé cualquier colectivo, creo que era el 126. Se metió por un barrio solitario, lo recorrí un poco hasta que me bajé. Caminé por unas calles solitarias hasta que vi a un hombre que salía de una casa. Iba con un paso vacilante, como de los borrachos. Lo seguí silenciosamente, pues me había puesto zapatos de goma. El hombre estaba abrigado porque hacía frió.
Pude tomar todas las precauciones:  verificar lo solitario de la calle, sopesar la cachiporra.
Pobre diablo. Cayó como si se hubiese dormido de pronto mientras caminaba. Arrojé sobre él un ejemplar de L’Europeo, revista de la que había comprado tres ejemplares,  y caminando tranquilo, me alejé del lugar.
Los diarios de la mañana siguiente no destinaron mucho espacio a ese crimen. Y la policía, como lo había previsto, quedó a ciegas.
Ocho días después volví a meter la cachiporra bajo el abrigo, fui al cine, tomé un café en un bar cualquiera y subí al primer colectivo que pasó. Recorrí barrios muy retirados del centro hasta que por fin me bajé. En ese barrio solo andaban los gatos y el fino   y cortante viento de la madrugada...  y le hundí la cabeza a un tipo gordo y calvo, que volvía a su casa resoplando de frío y de cansancio y sobre cuyo cadáver dejé L’Europeo, mi marca de fábrica.
         ¡Entonces sí que hablaron los diarios! Los periodistas hicieron mil hipótesis, desde una venganza corsa hasta la revelación de que existía en Buenos Aires una organización anarquista, hasta la idea de que se trataba de una obra de inmigrantes ilegales.
En fin, hicieron todo tipo de conjeturas y fantasías. La policía no pudo establecer ningún vínculo entre un muerto y otro. El primero había sido un pobre empleado jubilado sin más familia que un perro y las botellas y el segundo resultó ser un catalán propietario de una mercería, hombre acomodado, sin enemigos, casado  y sin hijos.
Naturalmente, de haber revisado mi departamento hubieran encontrado la cachiporra y el otro ejemplar de L’Europeo, y hasta los boletos de los ómnibus que había tomado ese día. Pero ¿por qué iban a hacerlo? Yo era uno más entre los habitantes de Buenos Aires con la misma posibilidad de cualquiera de ser sospechado. Entretanto yo concurría como siempre a mi oficina. Estaba preparado para esto y así, en menos de una semana arreglé los libros de modo que, muerto Frobel, nadie pudiera sospechar nada.
Frobel regresó contento de Montevideo, sospeché que había cerrado dos o tres buenos negocios por su cuenta con su propio dinero. Pensé que como no me comentaba nada estaba pensando en disolver la sociedad. Desgraciadamente para él.
Y digo desgraciadamente porque dos noches después de su llegada me aposté  en la esquina de su casa, bajo las altas acacias y esperé a que saliera. Sabía que hacía esto: a las diez y media terminaba metódicamente su cena, a las once y cuarto se encaminaba al club donde jugaba hasta las tres de la mañana.
Por suerte la noche era oscura y pude permanecer bajo la ancha sombra de las acacias. Era, además, un barrio señorial y tranquilo, de grandes casas burguesas y casi ningún peatón.
Como uno es un tipo inteligente llevé conmigo una radio de bolsillo, para escuchar los programas. Era una precaución más. Ya pensaba: “Vea, oficial, yo anoche me quedé en casa oyendo radio...” El oficial sonreiría... “¡Ajá, muy interesante...!” y de pronto, incisivamente:” ¿Y qué es lo que oyó entre diez y las doce?”
“Espere Ud. ...¡Ah si! Oí a los hermanos Avalos a las diez y después, sí, unos temas de Piazzola... y luego otros sobre los barrios porteños...”
Esto era imposible saberlo sin haberlo oído... y yo lo escuchaba con el mínimo volumen, tratando de recordar cada cosa...
A las once se abrió la forjada puerta de hierro. Frobel se envolvió en la bufanda y empezó a caminar por la Avenida Cabildo que brillaba adelante a tres o cuatro cuadras.
Descorrí el cierre, palpé la cachiporra y lo seguí. Él caminaba despacio, con pasos seguros y satisfechos. Seguramente había comido muy bien y había disfrutado de sus vinos. Ni siquiera me oyó llegar: Se derrumbó lentamente, como si se acostara a dormir.
Nada mejor que repetir una cosa para lograr la perfección. Dejé L’Europeo al lado del cuerpo y me  alejé a buen paso, doblando esquina tras esquina hasta que llegué a Barrancas de Belgrano diez minutos después y tomé un tren casi vacío. Regresé a mi casa a medianoche sin tropezar con nadie. La cachiporra la arrojé al Riachuelo.
Realmente estaba satisfecho. Aquellos dos primeros muertos se encadenarían a éste. Y la policía, confundida por los tres crímenes hechos de igual manera pero sin que las víctimas tuvieran nada entre sí, giraría en el vacío.
Yo me hallaba en la misma situación de cualquiera de los parientes de  Frobel o de sus amigos y conocidos.
La policía buscaría al hombre relacionado con los tres crímenes. Y ese hombre, desde luego no era yo. Si aceptaban la hipótesis del asesino serial, del psicópata. ¿Por qué irían a pensar en mí?
Todo salió como lo pensé. Interrogaron a la secretaria de la empresa,  a las hermanas de Frobel, a sus amigos,  a mí, a nuestros clientes. Yo era uno más.
Aquel ejemplar de L’Europeo alucinaba a todos. Un redactor de “Noticias” tejió una hipótesis entera en torno a él, pues, por distintos caminos y por pura casualidad, esos tres hombres tenían en algo que ver con Alemania: Frobel era alemán, de Baviera. La mujer del hermano del dueño del bar de donde salió el borracho, primera víctima, era alemana, de Brandeburgo, y el principal fiador del dueño de la mercería de Villa del Parque era también alemán, del Palatinado. En torno a eso y mezclándolo bien con una dosis de espionaje, datos sobre los funerales de Hitler y otros detalles, quedó un lindo cóctel.
Esa noche, la edición sexta del diario fue agotada ya en las paradas principales, no alcanzó a llegar a los barrios.
Al día siguiente todos los diarios hablaban del “Triple misterio alemán” Yo me divertí bastante.
Naturalmente las cosas no podían quedar así. Si Frobel era el último muerto yo podría quedar en evidencia por cualquier azar, más si pensaba ser gerente y socio a la vez de la firma. Si nadie había aprovechado las dos muertes anteriores, yo usaría brillantemente la tercera. Era peligroso si, y no podía quedar así.
Por eso, cuando las cosas se calmaron, fabriqué otra cachiporra y una noche de perros, lluvia y viento del este, salí de casa para seguir el camino de siempre, un cine, un café, un colectivo, otra calle solitaria, en pleno barrio de Floresta, esta vez.
Un hombre caminaba delante de mí, mojado y oportuno. Abrí de nuevo el cierre de la cachiporra...  y entonces me iluminaron dos linternas cuyos haces se cruzaron sobre mí.
Los imbéciles de la policía me habían seguido.
         ---Esto es lo que confesó Juan Bernal, amigo Pérez Zelaschi, porque no tenía más remedio. Así terminó el caso del “Triple misterio alemán”
El inspector Leoni sonrió. Era como un buda, gordo, calmo y lustroso, pero catamarqueño.
----Tres asesinatos y otro en puerta... ¿le parecen pocos?
--- No me refiero a eso, sino a la pesquisa.
Estábamos en la cocina de su casa, llena a esa hora lluviosa, por el aceitoso aroma de las tortas fritas que hacía la patrona. Leoni llenó el mate. Solo cuando en la boca del mate apareció un copete verde y fragante, me contestó.
---Los tipos inteligentes sólo hacen macanas: guerras, revoluciones, libros, teorías raras, crímenes, bombas atómicas. No sirven para nada, pero se creen superiores. Bernal era uno de ellos. Menos mal que la humanidad está compuesta por tontos o pobres diablos como usted y como yo...Bien... Confieso que los de la Federal estaban despistados.
Casi tanto como los periodistas. Investigaron por todos lados tratando de relacionar al empleado con el catalán, pero no salieron ni para atrás ni para adelante.
Entonces al comisario de la 23 se le ocurrió que se tratara caso por caso, es decir como si entre ellos no hubiera lazo alguno. Al jefe le pareció bien y así se hizo, al principio sin resultado. Bernal nos desorientó pero se olvidó de que hay muchachos en la Federal que tienen 35 años de oficio. Cuando se produjo el tercer asesinato volvimos a estudiarlo con los dos métodos, es decir: tratando de vincularlo con los anteriores y también como si fuera un caso aislado.
Y así supimos unas cuantas cosas: que Bernal tenía sus asuntitos, que había jugado fuerte a la ruleta, que esa plata era plata sospechosa. Un sábado y  un domingo enteros dos ex inspectores de la DGI revisaron los libros de contabilidad y hallaron cosas que habían sido fraguadas. Nada ilegal pero sí oscuro.
Hasta ese momento no sospechábamos de Bernal más que de cualquiera pero descubrimos unas compritas en una ferretería: municiones, una bola de plomo.
Esa noche y otras que él no advirtió lo seguimos. Estuvimos en el cine, en el bar, en el colectivo, recorrimos calles solitarias. Salí delante de él desde una casa y hubiera sido su cuarto muerto. Pero vio usted como lo iluminaron. Estaba cercado.
Bernal se perdió por querer terminar su obra demasiado bien, con demasiada inteligencia. Seguramente un cuarto crimen hubiera desviado nuestra tarea.
Lástima que levantaron el penal de Ushuaia! Está en Santa Rosa, con cadena perpetua. Ahora decora lapiceras con sedas de colores. Ya ve para qué le sirvió su inteligencia.
 Adolfo Pérez Zelaschi
                                                        De “Antología   del cuento policial argentino” (adaptado)






sábado, 28 de septiembre de 2019

Vicente Battista "Un día después"


Un día después
de Vicente Battista

Miré una vez más la foto: un rostro juvenil, de ojos grandes, labios sensuales y pelo agresivamente negro. Era una belleza insolente, a mitad de camino entre la inocencia y la perversidad.
    - ­Se llama Mercedes Gasset y va a estar en el hotel Los Faraones, el sábado, al mediodía.
    Asentí con un movimiento de cabeza. Me entregaron el cincuenta por ciento de lo pactado y el pasaje de ida y vuelta. Dijeron que confiaban en mi, que el resto lo recibiría al final del trabajo. Asentí otra vez y pregunté si habían pensado en un sitio en especial. Uno de ellos dijo que la Cueva de los Verdes podría ser el lugar adecuado y agregó que no me costaría mucho llevarla hasta ahí. Realmente me tenían confianza. Supe que era hora de despedirse. En un par de días tendría que volar a Lanzarote para encontrarme con Mercedes Gasset.
    El vuelo fue tranquilo, debí soportar un compañero de asiento que había resuelto mitigar su soledad, o el miedo a las alturas, contándome el encanto de las Islas Canarias. Le concedí un par de aprobaciones y simulé un sueño reparador. No me interesaban las islas y jamás había estado en Lanzarote, sólo tenía una vaga referencia por un cuento, o cierto capítulo de novela, en donde un hombre se encontraba con una mujer joven, para disfrutar del fin de semana. También yo iba a encontrarme con una mujer joven, pero no iba a disfrutar del fin de semana; iba a matarla.
    La vi en el lobby del hotel. Se paseaba de un lado a otro, indecisa; aunque no parecía buscar a nadie. Finalmente se acercó a la barra y pidió un vaso de leche fría. El azabache de su pelo resultaba más inquietante que en la fotografía.
   -  ­No es el mejor modo de combatir la ansiedad ­dije.
    Me miró; sonrió levemente.
    ­- ¿Quién le ha dicho que estoy ansiosa?
     - ­No hay más que verte.
    ­- ¿Psicólogo?
     - ­Curioso.
    Habíamos roto las barreras. Dijo que se llamaba Patricia; por alguna razón ocultaba su nombre, debía cuidarme. Dijo que era madrileña.
    ­Uruguayo ­mentí.
    Establecidas las reglas del juego, entretuvimos la tarde hablando tonterías.
    ­- Si me prometés cambiar la leche por un Rioja digno de nosotros -dije-, esta noche cenamos juntos.
     - ­¿Y si no?­- preguntó.
     - ­Nos encontraríamos para el café.
    ­ -Ya no tengo ansiedad ­dijo y volvió a sonreír­. A las nueve, aquí mismo.
    La vi marcharse. Esa muchacha me gustaba más de la cuenta; mi oficio prohíbe ese tipo de gustos. Pensé que un whisky doble expulsaría el mal sentimiento, lo bebí de un trago, pero la muchacha me seguía gustando. Miré la hora, faltaban unos minutos para las siete. Acaso dormir ayudaría. Pedí la llave de mi habitación y ordené que me llamaran a las ocho y media.
    Fue puntual, virtud infrecuente en las mujeres jóvenes y bonitas. Caminaba con estudiada despreocupación, usaba un vestido de tela liviana que le acentuaba las formas. Tuve la fantasía de que algunas horas después se lo iba a quitar.
    ­- Magnífica­ - dije por todo saludo y llamé al barman. Dijo que no iba a beber. Le recordé la promesa; agregó que sólo bebería vino, durante la comida. Parecía una niña obediente; fuimos hacia la mesa.
Elegimos una exquisita carne de ternera, rociada con salsa de champiñones y acompañada de arroz blanco. Supe que en la bodega del hotel había Vega Sicilia y no vacilé: iba a ser su última cena; merecía el mejor de los vinos. Lo gozamos hasta la última gota y sirvió para recrear nuestras mentiras. Dijo que estaba en la isla con el propósito de recoger material para un futuro trabajo acerca de la identidad canaria. Quiso saber de mí. Me inventé una profesión liberal y un desengaño amoroso, dije que no quería hablar ni de una cosa ni de la otra. A la hora del café y el coñac, le confesé que me gustaba más de la cuenta y por primera vez, a lo largo de la noche, estaba diciendo la verdad.
   Luego fuimos a mi habitación. La besé lentamente y el minúsculo vibrar de su piel me hicieron comprender que no había errado el camino. Ahí me quedé. Cada vez me gustaba más. Era una pena quitar al mundo a una muchacha así; la abracé casi con cariño. Se quedó dormida de inmediato. Estuve mucho tiempo mirando el techo y pensando en esas desarmonías, ajenas a uno, que lamentablemente no tienen arreglo. Recordé a De Quincey: "Si alguien empieza por permitirse un asesinato pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente".
    Un par de horas más tarde ella abrió los ojos y me dijo algunas cosas que ahora prefiero olvidar. Le pregunté si conocía la Cueva de los Verdes y le propuse una excursión a la mañana siguiente. Dijo que sí. No sabía que estaba firmando su sentencia de muerte.
    Un simple estuche de máquina fotográfica fue el refugio ideal para la Beretta 7,65, con silenciador incluido. Tomé un café sin azúcar, de camino a la cueva de los verdes. Habíamos decidido encontrarnos ahí a las diez de la mañana. La descubrí mezclada con un contingente turístico. Seguimos al guía y nos enteramos de que estábamos ingresando en una cueva que, trescientos años atrás, había construido la lava volcánica. Era un túnel que se prolongaba por kilómetros y kilómetros y del que apenas se habían explorado algunos miles de metros.
    -  ­Alguna vez fue al refugio de los guanches -­ dijo Mercedes  a media voz.
    ­- ¿Los guanches?
    ­- Los primeros habitantes de la isla-­ completó.
    "Y ahora será tu tumba", pensé, con dolor. Conseguí que cerrásemos la marcha de los entusiasmados turistas y así anduvimos entre las tinieblas. Algunos temas de Pink Floyd y unas pocas luces de colores, astutamente distribuidas, le daban el toque fantasmagórico que el sitio precisaba. Los hijos de puta de mis clientes habían sabido elegir el lugar: un cadáver podría permanecer ahí por largo tiempo, hasta que el mal olor de su putrefacción lo delatase. Pensé que ese cadáver iba a ser el de Mercedes y sentí un ligero malestar. Decidí terminar el trabajo de una vez por todas y me detuve, con la excusa de ver algo. El contingente siguió su marcha, ignorándonos. Abrí el estuche fotográfico.
    ­ -Aquí no se pueden sacar fotos -­bromeó.
     - ­No pienso sacar fotos - ­dije.
    La Beretta en mi mano obvió cualquier otro comentario.
     - ­No entiendo- ­dijo y había  espanto en su sorprensa.
    ­- No es necesario que entiendas -­dije y alcé el arma.
    ­- Hay un error ­-dijo, casi suplicante­-. Tiene que haber un error.
    Dije que en estos casos nunca hay errores y apreté el gatillo. Se oyó un sonido corto y seco. Mercedes intentó decir algo, pero todo quedó reducido a un gesto de dolor y desconcierto. En mitad de su frente, casi a la altura de sus cejas, comenzó a bajar un hilo de sangre. Di un paso atrás y vi cómo su bello cuerpo se derrumbaba para siempre. Con ternura la llevé hasta el rincón más escondido de la cueva y la cubrí con cenizas de lava. Me sacudí las manos y la ropa, comprobé que no había señales delatorias y caminé rápido hacia donde estaba el contingente. Habían pasado menos de diez minutos. Nadie reparó en su ausencia: estaban encantados jugando con el eco, una de las maravillas de esa cueva de la muerte.
    Los pasos siguientes serían de pura rutina: debía desprenderme del arma y de la documentación fraguada. En Barcelona tendría tiempo de afeitar mi barba tirar a la basura los anteojos de falso documento. Entré en el hotel pensando en una ducha fría. Iba a pedir la llave de mi cuarto, cuando una voz femenina, sus palabras, me enmudecieron.
     - ­Me llamo Mercedes Gasset - dijo-­, hay una reserva a mi nombre. Tenía que haber llegado ayer.
    Giré la cabeza y la vi. Ojos grandes, labios sensuales y pelo agresivamente negro: era mi víctima, la real, que llegaba con un día de atraso. Pidió un whisky. Pensé en Patricia, sola en la Cueva de los Verdes, cubierta de ceniza de lava; sentí un odio feroz por esta impostora e imaginé para ella un final innoble e inmediato. Diga lo que diga De Quincey, no hay que dejar las cosas para el día siguiente. Me acerqué y le dije que ése no era el mejor modo de combatir la ansiedad. Sonrió.


                                             del libro "El final de la calle", de Vicente Battista


     



viernes, 27 de septiembre de 2019

Rodolfo Walsh "En defensa propia"

En defensa propia


Rodolfo Walsh
(1927 - desaparecido en Buenos Aires; 25 de marzo de 1977)

–Yo, a lo último, no servía para comisario –dijo Laurenzi, tomando el café que se le había enfriado–. Estaba viendo las cosas, y no quería verlas. Los problemas en que se mete la gente, y la manera que tiene de resolverlos, y la forma en que yo los habría resuelto. Eso, sobre todo. Vea, es mejor poner los zapatos sobre el escritorio, como en el biógrafo, que las propias ideas. Yo notaba que me iba poniendo flojo, y era porque quería pensar, ponerme en el lugar de los demás, hacerme cargo. Y así hice dos o tres macanas, hasta que me jubilé. Una de esas macanas es la que le voy a contar.
Fue allá por el cuarenta, y en La Plata. –Eso le indica –murmuró con sarcasmo, mirando la plaza llena de sol a través de la ventana del café– que mi fortuna política estaba en ascenso, porque usted sabe cómo me han tenido a mí, rodando por todos los destacamentos y comisarías de la provincia. La fecha justa también se la puedo decir. Era la noche de San Pedro y San Pablo, el 29 de junio. ¿No le hace gracia que aún hoy se prendan fogatas ese día?
–Es por el solsticio estival –expliqué modestamente.
–Usted quiere decir el verano. El verano de ellos que trajeron de Europa la fiesta y el nombre de la fiesta.
–Desconfíe también del nombre, comisario. Eran antiguos festivales celtas. Con el fuego ayudaban al sol a mantenerse en el camino más alto de cielo.
–Será. La cuestión es que hacía un frío que no le cuento. Yo tenía un despacho muy grande y una estufita de kerosén que daba risa. Fíjese, había momentos en que lo que más deseaba era ser de nuevo un simple vigilante, como cuando empecé, tomar mate o café con ellos en la cocina, donde seguramente hacía calor y no se pensaba en nada.
Serían las diez de la noche cuando sonó el teléfono. Era una voz tranquila, la voz del juez Reynal, diciendo que acababa de matar un ladrón en su casa, y que si yo podía ir a ver. Así que me puse el perramus y fui a ver.
Con los jueces, para qué lo voy a engañar, nunca me entendí. La ley de los jueces siempre termina por enfrentarlo a uno con un malandra que esa noche tiene más suerte, o mejor puntería, o un poco más de coraje que seis meses antes, o dos años antes, cuando uno lo vio por última vez con una vereda y una 45 de por medio. Uno sabe cómo entran, cómo no va a saber, después de verlo llorando y, si se descuida, pidiendo por su madre. Lo que no sabe, es cómo salen. Después hasta le piden fuego por la calle, y usted se calla y se va a baraja porque se palpita que hay un chiste en alguna parte, y no vaya a resultar que el chiste es a costa suya.
Iba pensado en estas cosas mientras caminaba entre las fogatas que la garúa no terminaba de apagar, esquivando los buscapiés de la juventud que también festejaba, como dice usted, lo alto que andaba el sol y, seguramente, la cosecha próxima, y los campos llenos de flores. Para distraerme, empecé a recordar lo que sabía del doctor Reynal. Era el juez de instrucción más viejo de La Plata, un caballero inmaculado y todo eso, viudo, solo e inaccesible.
Entré por un portoncito de fierro, atravesé el jardín mojado, recuerdo que había unas azaleas que empezaban a florecer y unos pinos que chorreaban agua en la sombra. La cancela estaba abierta, pero había luz en una ventana y seguí sin tocar el timbre. Conocía la casa, porque el doctor solía llamarnos cada tanto, para ver cómo andaba un sumario o para darnos un sermón. Tenía ojos de lince para los vicios de procedimiento, la sangre de sus venas pasaba por el código y no se cansaba de invocar la majestad de la justicia, la de antes. Y yo que hasta tengo que cuidar la ortografía, y no hablo de los vicios de procedimiento ya va a ver. Pero yo no era el único. Conozco algunos que pretendían tomarlo en farra, pero se les caían las medias cuando tenían que enfrentarlo.
Y es que era un viejo imponente, con una gran cabeza de cadáver porque año a año la cara se le iba chupando más y más, hasta que la piel parecía pegada a los huesos, como si no quisiera dejarle nada a la muerte. Así lo recuerdo esa noche, vestido de negro y con un pañuelo de seda al cuello.
Con este hombre yo me guardaba un viejo entripado, porque una vez en la misma comisaría, adonde llegó como bala me soltó al tuerto Landívar, que tenía dos muertes sin probar, y más tarde iba a tener otra. Nunca olvidé lo que me dijo Es mejor que ande suelto un asesino, y no una ruedita de la justicia. ¿Y el peligro? –le pregunté. El peligro lo corremos todos–dijo. Pero fui yo el que tuve que matarlo a Landívar, cuando al fin hizo la pata ancha en los galpones de Tolosa, y yo me acordé del doctor, del doctor y de su madre.
El comisario se agarró el mentón y meneó la cabeza. Como si se riera de alguna ocurrencia secreta, y después soltó una verdadera carcajada, una risa asmática y un poco dolorosa.
–Bueno, ahí estaba sentado ante su escritorio, como si nada hubiera pasado, absorto en uno de esos libracos de filosofía, o vaya a saber qué, pero en todo caso algo importante, porque apenas alzó la cabeza al verme en la puerta y siguió leyendo hasta que llegó al final de un párrafo que marcó con una uña afilada y como de vidrio. Tuve tiempo de sacarme el sombrero mojado, de pensar dónde lo pondría, de ver el bulto en el suelo, que era un hombre, de codearme con un jinete de bronce y, en general, de sentirme como un auxiliar tercero que lo van a amonestar. Recién entonces el viejo cerró el libro, cruzó los dedos y se quedó mirándome con esos ojos que siempre parecían estar haciendo la seña del as de espadas.
Le pregunté, de buen modo, qué quería que hiciera. Contestó que yo sabía cuál era mi deber, que yo conocía o debía conocer el Código de Procedimientos, que desde ya su reemplazante de turno era el doctor Fulano, y que no lo tomara a mal si, ya que estaba, observaba con interés profesional la forma en que yo encauzaba el sumario.
Le aseguré que no faltaba más. Le dije si estaba bien que le hiciera una inspección ocular. Hizo que sí con la cabeza. ¿Y que le preguntara algunas cosas y que lo tuviese demorado hasta que el doctor fulano dispusiera lo contrario? Entonces se echó a reír y comentó “Muy bien, muy bien, eso me gusta”.
Moví con el pie la cara del muerto, que estaba boca abajo frente al escritorio, y me encontré con un antiguo conocido, Justo Luzati, por mal nombre El Jilguero, y también El Alcahuete, con fama de cantor y de otras cosas que en su ambiente nadie apreciaba. Supe tratarlo bastante en un tiempo, hasta que lo perdí de vista en un hospital, pobre tipo.
Pero resultaba bueno verlo muerto así, al fin con un gesto de hombre en la cara flaca donde parecía faltarle unos huesos y sobrarle otros, y un 32 empuñado a lo hombre en la mano derecha, y todavía ese gesto bravío de apretar el gatillo a quemarropa, cuando ya le iban a tirar, o le estaban tirando, y le tiraron nomás y el plomo del 38 que el doctor sacó de algún cajón lo sentó de traste. Y entonces se acostó despacio a lagrimear un poco y a morir.
Pero ese viejo, era cosa de ver, o de imaginar, la sangre fría, de ese viejo. Dejó el 38 sobre la mesa, con cuidado porque era una prueba. Me llamó por teléfono, sin levantarse siquiera, porque no había que tocar nada. Y siguió leyendo el libro que leía cuando entró Luzati.
–¿Lo conoce doctor? –le pregunté.
–Nunca lo había visto.
Entonces, mientras lo estaba mirando, descubrí ese estropicio en la biblioteca que tenía detrás de él.
–¿Y de eso –señalé –no pensaba decirme nada?
–Usted tiene ojos –respondió.
Había una hilera de tomos encuadernados en azul, creo que era la colección de La Ley. Y uno estaba medio destripado, le salían serpentinas y plumitas de papel, y al lado había un marco de plata boca abajo, un retrato con la foto y el vidrio perforados.
–Quédese quieto, doctor, no se mueva–le previne y le di la vuelta al escritorio, me paré donde se había parado Luzati, donde todavía estaba el agua de sus zapatos y desde allí miré al viejo, y luego detrás del viejo, y nuevamente esa cara cadavérica y severa. Pero él me corrigió: –Un poquito más a la izquierda –dijo.
–¿Qué se siente, doctor, cuando a uno le erran por tan poco?
–No se siente nada–contestó –y usted lo sabe.
Entonces me agaché, saqué el 32 de entre los dedos de Luzati, abrí el tambor y allí estaba la cápsula picada y el resto de la carga completa, y hasta el olor de la pólvora fresca. Todo listo y empaquetado para el gabinete Vucetich, donde seguramente iban a encontrar que el plomo de la biblioteca correspondía al 32, y que el ángulo de tiro estaba bien, y todo estaba bien, y se lo iban a ilustrar con dibujitos y rayas coloradas, verdes y amarillas para probar nomás que el doctor había matado en defensa propia. Puse el 32 junto al otro, sobre el escritorio, y fue entonces cuando él me oyó decir “Qué raro” y me miró sin moverse.
–¿Qué raro doctor?–le dije caminando otra vez hacia la biblioteca –que usted, que solía tener tan buena memoria, se haya olvidado de este pájaro cantor. Porque si a mí no me falla, hace cuatro años usted sentenció en una causa Vallejo contra Luzati por tentativa de extorsión.
Él se echó a reír.
–¿Y eso? –dijo –. Como si yo fuera a acordarme de todas las sentencias que dicto.
–Entonces tampoco recordará que en el treinta lo condenó por tráfico de drogas.
Me pareció que daba un brinco, que iba a pararse, pero se contuvo, porque era un viejo duro, y apenas se pasó una mano por la frente.
–En el treinta –murmuró –. Puede ser. Son muchos años. Pero usted quiere decir que no vino a robar sino a vengarse.
–Todavía no se lo quiero decir. Pero qué raro, doctor. Qué raro que este infeliz, que nunca asaltó a nadie, porque era una rata, un pobre diablo que hoy se puso la mejor ropa para venir a verlo a usted –alguien que vivía de la pequeña delación, del pequeño chantaje, del pequeño contrabando de drogas; alguien que si llevaba un arma encima era para darse coraje –, que ese tipo, de golpe, se convierta en asaltante y venga a asaltarlo a usted…
Entonces él cambió de postura por primera vez, giró con el sillón, y me vio con el retrato entre las manos, ese retrato de una muchacha lejana, inocente y dulce, si no fuera por los ojos que eran los ojos oscuros y un poco fanáticos del juez, esa cara que sonreía desde lejos aunque estaba destrozada de un tiro certero, porque el vencido amor y la sombra del odio que le sigue tienen una infalible puntería.
Le devolví el retrato, le dije: –Guárdelo. Esto no tiene por qué figurar aquí y me senté en cualquier parte sin pedirle permiso, pero no porque le hubiera perdido el respeto, sino porque necesitaba pensar y hacerme cargo y estar solo. Pensar, por ejemplo, en esa cara que yo había visto dos años antes en una comisaría de Mar del Plata, esa cara devastada, ya no inocente, repetida en la foto de un prontuario donde decía simplemente Alicia Reynal, toxicómana, etc. Pero cuando pasó un rato muy largo, lo único que se me ocurrió decirle fue:
–¿Hace mucho que no la ve?
–Mucho –dijo, y ya no habló más, y se quedó mirando algo que no estaba.
Entonces volví a pensar, y ahí debió ser cuando descubrí que ya no servía para comisario. Porque estaba viendo todo, y no quería verlo. Estaba viendo cómo El Alcahuete había conocido a aquella mujer, y hasta le había vendido marihuana o lo que sea, y de golpe, figúrese usted, había averiguado quién era. Estaba viendo con qué facilidad se le ocurrió extorsionar al padre, que era un hombre inmaculado, un pilar de la sociedad, y de paso cobrarse las dos temporadas que estuvo en Olmos. Estaba viendo cómo el viejo lo esperó con el escenario listo, el tiro que él mismo disparó –un petardo más en esa noche de petardos –contra la biblioteca y contra aquel fantasma del retrato. Estaba viendo el 32 descargado sobre el escritorio, para que Luzati lo manoteara a último momento y hasta apretara el gatillo cuando el viejo le apuntó. Y lo fácil que fue después abrir el tambor y volver a cargarlo, sin sacarlo de las manos del muerto, que era donde debía estar. Estaba viendo todo, pero si pasaba un rato más ya no iba a ver nada, porque no quería ver nada. Aunque al fin me paré y le dije:
–No sé lo que va a hacer usted, doctor, pero he estado pensando en lo difícil que es ser un comisario y lo difícil que es ser un juez. Usted dice que este hombre quiso asaltarlo y que usted lo madrugó. Todo el mundo le va a creer y, yo mismo, si mañana lo leo en el diario, es capaz que lo creo. Al fin y al cabo, es mejor que ande suelto un asesino, y no una ruedita de la compasión. Era inútil. Ya no me escuchaba. Al salir me agaché por segunda vez junto al Alcahuete y, de un bolsillo del impermeable, saqué la pistola de pequeño calibre que sabía que iba a encontrar allí y me la guardé. Todavía la tengo. Habría parecido raro, un muerto con dos armas encima. El comisario bostezó y miró su reloj. Le esperaban a almorzar.
–¿Y el juez? –pregunté.
–Lo absolvieron. Quince días después renunció, y al año se murió de una de esas enfermedades que tienen los viejos.   
Rodolfo Walsh