domingo, 31 de octubre de 2021

Rodolfo Walsh Tres portugueses bajo un paraguas sin contar al muerto

                                       Tres portugueses bajo 

       un paraguas sin contar al muerto

Rodolfo Walsh



1

El primer portugués era alto y flaco.
El segundo portugués era bajo y gordo.
El tercer portugués era mediano.
El cuarto portugués estaba muerto.

2

-¿Quién fue?- preguntó el comisario Jiménez.
-Yo no- dijo el primer portugués.
-Yo tampoco- dijo el segundo portugués.
-Yo menos- dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba muerto.

3

Daniel Hernández puso los cuatro sombreros sobre el escritorio. Así:
El sombrero del primer portugués estaba mojado adelante.
El sombrero del segundo portugués estaba seco en el medio.
El sombrero del tercer portugués estaba mojado adelante.
El sombrero del cuarto portugués estaba todo mojado.

4

-¿Qué hacían en esa esquina?- preguntó el comisario Jiménez.
-Esperábamos un taxi- dijo el primer portugués.
-Llovía muchísimo- dijo el segundo portugués.
-¡Cómo llovía! Dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués dormía la muerte dentro de su grueso sobretodo.

 

5

-¿Quién vio lo que pasó?- preguntó Daniel Hernández.
-Yo miraba hacia el norte- dijo el primer portugués.
-Yo miraba hacia el este- dijo el segundo portugués.
-Yo miraba hacia el sur- dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba muerto. Murió mirando al oeste.

6

-¿Quién tenía el paraguas?- preguntó el comisario Jiménez.
-Yo tampoco- dijo el primer portugués.
-Yo soy bajo y gordo- dijo el segundo portugués.
-El paraguas era chico- dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués no dijo nada. Tenía una bala en la nuca.

7

-¿Quién oyó el tiro?- preguntó Daniel Hernández.
-Yo soy corto de vista- dijo el primer portugués.
-La noche era oscura- dijo el segundo portugués.
-Tronaba y tronaba- dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba borracho de muerte.

8

-¿Cuándo vieron al muerto?- preguntó el comisario Jiménez.
-Cuando acabó de llover- dijo el primer portugués.
-Cuando acabó de tronar- dijo el segundo portugués.
-Cuando acabó de morir- dijo el tercer portugués.
Cuando acabó de morir.

9

-¿Qué hicieron entonces?- preguntó Daniel Hernández.
-Yo me saqué el sombrero- dijo el primer portugués.
-Yo me descubrí- dijo el segundo portugués.
-Mis homenajes al muerto- dijo el tercer portugués.
Los cuatro sombreros en la mesa.

10

-Entonces, ¿qué hicieron?- preguntó el comisario Jiménez.
-Uno maldijo la suerte- dijo el primer portugués.
-Uno cerró el paraguas- dijo el segundo portugués.
-Uno nos trajo corriendo- dijo el tercer portugués.
El muerto estaba muerto.

11

-Usted lo mató- dijo Daniel Hernández.
-¿Yo, señor?- preguntó el primer portugués.
-No, señor- dijo Daniel Hernández.
-¿Yo, señor?- preguntó el segundo portugués.
-Sí, señor- dijo Daniel Hernández.

                                                                          12

-Uno mató, uno murió, los otros dos no vieron nada- dijo Daniel Hernández.
-Uno miraba al norte, otro al este, otro al sur, el muerto al oeste. Habían convenido en vigilar cada uno una bocacalle distinta, para tener más posibilidades de descubrir un taxímetro en una noche tormentosa.
El paraguas era chico y ustedes eran cuatro. Mientras esperaban, la lluvia les mojó la parte delantera del sombrero.

El que miraba al norte y el que miraba al sur no tenían que darse vuelta para matar al que miraba al oeste. Les bastaba mover el brazo izquierdo o derecho a un costado. El que miraba al este, en cambio, tenía que darse vuelta del todo, porque estaba de espaldas a la víctima. Pero al darse vuelta se le mojó la parte de atrás del sombrero. Su sombrero está seco en el medio; es decir, mojado adelante y atrás. Los otros dos sombreros se mojaron solamente adelante, porque cuando sus dueños se dieron vuelta para mirar el cadáver, había dejado de llover. Y el sombrero del muerto se mojó por completo al rodar por el pavimento húmedo.

El asesino utilizó un arma de muy reducido calibre, un matagatos de esos con que juegan los chicos o que llevan algunas mujeres en su cartera. La detonación se confundió con los truenos (esta noche hubo una tormenta eléctrica particularmente intensa). Pero el segundo portugués tuvo que localizar en la oscuridad el único punto realmente vulnerable a un arma tan pequeña: la nuca de su víctima, entre el grueso sobretodo y el engañoso sombrero. En esos pocos segundos, el fuerte chaparrón le empapó la parte posterior del sombrero. El suyo es el único que presenta esa particularidad. Por lo tanto es el culpable.

 

El primer portugués se fue a su casa.
Al segundo no lo dejaron.
El tercero se llevó el paraguas.
El cuarto portugués estaba muerto. Muerto.

                                  
                              Extraído de “Cuentos para tahúres y otros relatos policiales” Ediciones de la Flor. 1996

 

domingo, 9 de mayo de 2021

Julio Cortázar "Los Amigos"

 

LOS AMIGOS

 


   En ese juego todo tenía que andar rápido. Cuando el Número Uno decidió que había que liquidar a Romero y que el Número Tres se encargaría del trabajo, Beltrán recibió la información pocos minutos más tarde. Tranquilo pero sin perder un instante, salió del café de Corrientes y Libertad y se metió en un taxi. Mientras se bañaba en su departamento, escuchando el noticioso, se acordó de que había visto por última vez a Romero en San Isidro, un día de mala suerte en las carreras.

En ese entonces Romero era un tal Romero, y él un tal Beltrán; buenos amigos antes de que la vida los metiera por caminos tan distintos. Sonrió casi sin ganas, pensando en la cara que pondría Romero al encontrárselo de nuevo, pero la cara de Romero no tenía ninguna importancia y en cambio había que pensar despacio en la cuestión del café, y del auto.

Era curioso que al Número Uno se le hubiera ocurrido hacer matar a Romero en el café de Cochabamba y Piedras, y a esa hora; quizá, si había que creer en ciertas informaciones, el Número Uno ya estaba un poco viejo. De todos modos, la torpeza de la orden le daba una ventaja: podía sacar el auto del garaje, estacionarlo con el motor en marcha por el lado de Cochabamba, y quedarse esperando a que Romero llegara como siempre a encontrarse con los amigos a eso de las siete de la tarde.

Si todo salía bien evitaría que Romero entrase en el café, y al mismo tiempo que los del café vieran o sospecharan su intervención. Era cosa de suerte y de cálculo, un simple gesto (que Romero no dejaría de ver, porque era un lince), y saber meterse en el tráfico y pegar la vuelta a toda máquina. Si los dos hacían las cosas como era debido –y Beltrán estaba tan seguro de Romero como de él mismo– todo quedaría despachado en un momento. Volvió a sonreír pensando en la cara del Número Uno cuando más tarde, bastante más tarde, lo llamara desde algún teléfono público para informarle de lo sucedido.

Vistiéndose despacio, acabó el atado de cigarrillos y se miró un momento al espejo. Después sacó otro atado del cajón, y antes de apagar las luces comprobó que todo estaba en orden. Los gallegos del garaje le tenían el Ford como una seda. Bajó por Chacabuco,  despacio, y a las siete menos diez se estacionó a unos metros de la puerta del café, después de dar dos vueltas a la manzana esperando que un camión de reparto le dejara el sitio. Desde donde estaba era imposible que los del café lo vieran.

De cuando en cuando apretaba un poco el acelerador para mantener el motor caliente; no quería fumar, pero sentía la boca seca y le daba rabia.

A las siete menos cinco vio venir a Romero por la vereda de enfrente; lo reconoció enseguida por el chambergo gris y el saco cruzado. Con una ojeada a la vitrina del café, calculó lo que tardaría en cruzar la calle y llegar hasta ahí. Pero a Romero no podía pasarle nada a tanta distancia del café, era preferible dejarlo que cruzara la calle y subiera a la vereda. Exactamente en ese momento, Beltrán puso el coche en marcha y sacó el brazo por la ventanilla. Tal como había previsto, Romero lo vio y se detuvo sorprendido.

La primera bala le dio entre los ojos, después Beltrán tiró al montón que se derrumbaba. El Ford salió en diagonal, adelantándose limpio a un tranvía, y dio la vuelta por Tacuarí. Manejando sin apuro, el Número Tres pensó que la última visión de Romero había sido la de un tal Beltrán, un amigo del hipódromo en otros tiempos.

 

Julio Cortázar, "Final del juego"

Buenos Aires, Sudamericana, 1970.

Roberto Fontanarrosa "El extraño caso de Lady Elwood"

 

EL EXTRAÑO CASO DE LADY ELWOOD


El inspector Havilland detuvo su Austin al costado del camino que conducía a Middleford y quedó pen­sativo. No había dicho a nadie dónde pasaría sus quince días de vacaciones y la idea de retomar el ca­mino hacia Londres se le instaló sólidamente en la cabeza.

Él tan sólo había prometido comunicarse cada tres días con Scotland Yard, en prevención de algún suceso inesperado, como el retorno del Destripador de Yorkshire, un ataque nuclear soviético o la fuga de un oso del zoológico. Esa franquicia de manejar a su gusto el contacto con sus superiores tan sólo se le concedía a hombres como Emerald L. Havilland, el más eficaz sabueso de las fuerzas de seguridad británicas. "El Detective Invicto" como bien lo había llamado la prensa tras su espectacular esclarecimiento del caso del robo del pony predilecto del Príncipe Andrew.

En tanto viraba lentamente el volante, una sonrisa, apretada en torno al cigarro que sostenían sus labios, ensanchó el rostro adusto del inspector: recordaba claramente la densa, profunda, prometedora mirada que le había dispensado Lady Elwood desde lo alto de su palco, días atrás, durante el concierto que brindó la Royal Philarmonic Orchestra.

Una hora después, el inspector Havilland, prote­giendo su boca y su nariz bajo el abrigo de la bufanda con los colores del Tottenham Hotspur, golpeaba suavemente con su puño enguantado a las puertas de la mansión de Lady Elwood, la riquísima viuda de sir Lewis Norton.

Tras unos minutos de espera Havilland repitió el llamado. Finalmente, con la curiosidad propia de la profesión, giró el picaporte comprobando que la pesada puerta estaba abierta. Antes de entrar observó hacia la calle. Nadie lo había visto. El viento y la lluvia eran dos azotes flagelando Newcastle Street.

Recorrió un par de salones desiertos y luego co­menzó a subir una ancha escalera de madera. En una de las habitaciones superiores halló a Lady Elwood. Estaba sobre la alfombra, caída al lado de su cama en posición poco ortodoxa y presentaba dos heridas profundas en la espalda.

Havilland husmeó el aire y luego tomó la medida que separaba la cómoda de la perilla de la luz. Fue hasta el cenicero y recogió dentro de un sobre las co­lillas de cigarrillos. Se paró en medio de la habita­ción, cruzado de brazos y mirando hacia los cerra­dos ventanales. Meneó la cabeza y silbó suave.

—Paul —musitó—. Finalmente lo hizo.

Recordaba el rostro joven e ingenuo de Paul Elwood, sobrino de la viuda, y las habladurías que de él y su tía se contaban en ciertos cenáculos.

—No debe haber abandonado el país aún —dedu­jo Havilland—. Tomará el ferry hacia Francia.

Anotó en una pequeña libreta la medida entre la cama y el ropero y constató que la puerta de éste estaba entornada. La abrió. Allí dentro, prácti­camente sentado sobre el piso de madera, algo oculto por la profusión de tapados y pieles, se hallaba el cadáver de Paul Carpentier, estrangulado por una corbata de seda italiana azul, con diminutos puntos rojos.

Havilland se pellizcó los labios y cerró el ropero. Miró su libreta de apuntes y golpeteó con la base de su lapicera sobre la tapa de la libreta.

—Mannix —silabeó—. Gus Mannix.

No escapaban a su memoria proverbial los rasgos acentuados de Gus Mannix, profesor de piano de Paul, a quien algunas revistas proclives al escándalo sindicaban como antiguo enamorado de Lady Elwood.

—Los celos —musitó Havilland— son malos con­sejeros.

Se encaminó hacia el baño. Allí podría detectar huellas dactilares del impetuoso profesor Mannix.

Havilland no pudo disimular un rictus de contra­riedad cuando, junto a la bañera, semitapado por la cortina plástica encontró el cuerpo del eximio pia­nista. Entre ceja y ceja, algo más arriba de la conge­lada expresión de asombro que dibujaban sus ojos, mostraba el orificio pequeño pero nítido de una bala calibre 22.

El inspector aspiró hondo y tomó la medida entre el lavabo y el grifo de agua caliente.

—Estoy ante la obra de un loco —dictaminó—, Jerry Fergusson.

Nunca había podido olvidar la mirada extraviada del jardinero mientras le explicaba su extraña teoría sobre la doble personalidad de las azaleas y la influen­cia que ejercían las monocotiledóneas sobre las de­cisiones del Vaticano. Tampoco nunca había olvi­dado que Jerry Fergusson le había confiado que atendía los jardines de Lady Elwood.

—Sé muy bien dónde estará oculto —se dijo. Sor­teando el cadáver de la acaudalada viuda, se dirigió al teléfono. No tenía tono. Observó que se hallaba desconectado. Agachándose tras el cable atisbó bajo la cama.

Allí, con la cabeza destrozada por un atizador de la estufa de leños, vio a Jerry Fergusson, el jardi­nero.

Havilland se frotó suavemente las yemas de los dedos. Frunció los labios y aprobó un par de veces enérgicamente con su cabeza.

Colocó nuevamente el auricular del teléfono en su horquilla. Luego retornó las colillas que había sacado, a sus ceniceros. Cortó la hoja con anotacio­nes de su libreta y la arrojó al inodoro, accionando luego el turbión de agua.

Se arrebujó entonces en su bufanda, bajó el ala de su sombrero, salió de la casa cerrando con cuidado la puerta y subiendo al Austin retomó el camino hacia Middleford.

 


                                                                               Roberto Fontanarrosa

 “El mundo ha vivido equivocado”

domingo, 29 de septiembre de 2019

Juan Sasturain "Subjuntivo"


Subjuntivo
Juan Sasturain

Supongamos que te despiertes un día desnudo en la cama de un cuarto vacío e impecable, que tu única certeza sea un vago dolor por todo el cuerpo y que sientas que es sólo el residuo de un gran dolor anterior, ya en retirada; que mires alrededor y no reconozcas el lugar ni tu propio rostro en el espejo te diga nada; que disfrutes de la visión del parque en la ventana, que sepas el nombre de las cosas pero no el tuyo. Que apenas el idioma en que esté escrito el diario abandonado junto a tu cabecera te resulte comprensible, pero no los personajes de los que hable, ni la ciudad ni la fecha al pie de un título inexpresivo.
Que en cierto momento alguien entre al cuarto y sepas quedarte sin preguntar pero además compruebes, con alivio inexplicable, que tampoco te pregunten; que en horas y en días sucesivos personas formales e impenetrables se ocupen de alimentarte, vestirte, mostrarte una ciudad que te resulte vagamente familiar, como conocida en un sueño; que todo transcurra de un modo natural, que nadie te ordené nada pero que sepas, simplemente, qué ha de suceder cada día.
Que una noche te despierte el rumor del roce de las sábanas a tu lado y sientas deslizarse un cuerpo cálido; que la mujer o el cuerpo que la represente sea joven y saludable, distante; que no sepa su nombre; que cuando respires junto a su boca sientas el aire usado, la devolución de un aliento vivido.

Que te entregues dócil a esas sensaciones y esperes una revelación inminente, y que no llegue.

Que esa noche puedan ser varias noches o una sola interminable, que la mujer pueda ser otras mujeres o la misma, multiforme pero siempre más cómoda y simple al exponer su pasión sin palabras, un silencio elocuente que agradezcas. Que sus muslos te rocen suavísimos pero reiterados, un modo de lijar tiernamente tu piel, de buscar algo más por debajo, como si le quitaran capas de pintura a un mueble antiguo y olvidado de su auténtica madera. Que todo esto suceda una y otra vez y muchas veces pero que finalmente salgas de ese centro oscuro hacia la luz, y que en el dragón tatuado sobre el tibio muslo desvelado al amanecer reconozcas el mismo monstruo interrogante que te espere cada mañana en el monograma de las toallas, en la loza de tu mesa diaria.

Que esa revelación no te quite el sueño pero que lo pueble desde entonces.
Supongamos que finalmente, una mañana, alguien cortés pero no cordial te lleve por pasillos largos y salones vacíos hacia la salida, que te suba a un coche negro pero no sombrío, y que recorras con él la ciudad sin nombrarla; que ya en las afueras lleguen a una casona de ladrillos gastados, vieja pero no abandonada, donde tras las cortinas siempre sea de noche; que se te conduzca por pasadizos sucesivos, franqueándote herméticas puertas de hierro y madera hasta llegar a la habitación donde alguien te espere, y que el que te haya llevado le diga, antes de dejarte a solas con él:

—Todo tuyo, Subjuntivo.

Que el hombre que te observe sentado sea gordo y viejo, con cara de niño ferozmente envejecido bajo la luz cenital y única que caiga sobre su escritorio desnudo, sólo ocupado por el ominoso dragón de bronce que reconozcas en un extremo; que sin decir una palabra meta una mano laxa en el interior de la chaqueta y que cuando esperes que extraiga un arma o alguna forma de amenaza sólo te extienda un sobre: que lo abras y descubras en el interior una fotografía en la que dos hombres, ante lo que has de suponer un repentino flash, antepongan las infructuosas palmas de las manos, se aterroricen. 

Que te resulten desconocidos y lo manifiestes, y que el llamado Subjuntivo no se muestre extrañado sino que te diga, precisa pero casi casualmente:

—Acaso te convenga averiguar quiénes hayan sido estos dos... Dónde, cuándo y por qué hayan estado ahí donde estuvieran en el momento de la foto.

Que al decirlo te señale con un dedo corto y blando el rectángulo en blanco y negro, una ampliación evidente, y que finalmente agregue:
—Hagamos de cuenta que para averiguarlo dispongas de dos semanas de plazo y que puedas utilizar todos los recursos que encuentres en este edificio, puestos a tu disposición.
—¿Una especie de test?—acaso preguntes.
—Supongamos que sí —se te conceda.
—Supongamos que no pueda ni deba negarme... —te atrevas a parodiar.
—...Y supongamos que cuando llegues al final, todo esto haya acabado —acaso concluya él.

Luego se levante, te dé una fría mano tatuada de dragones, y te deje solo.
Pueda ser que una vez más no preguntes nada, que aceptes la tarea con el alivio inexplicable de alguien que se sospechase culpable aunque no supiera de qué. Y pueda ser que durante los siguientes días te empeñes en cumplir tu misión y que no te resulte tan difícil, pues en ese extraño edificio todo y todos no hagan otra cosa que complacerte.

Que tu tiempo se divida desde entonces en largas jornadas diurnas de investigación y noches saturadas de fantasmas sin nombre. Que el día y la penumbra se alimenten ciegamente de una misma sustancia inasible: que durante la vigilia y el trabajo evoques a la reiterada mujer del dragón, luego al dragón aislado sobre la piel, como una rúbrica al final de un documento desconocido, pero que cuando vuelva la oscuridad te lleves al lecho, junto a ella, las obsesiones avivadas por los trabajos del día.

Que en dos semanas, con sorprendente facilidad y utilizando medios que te resulten oscuramente familiares —archivos gráficos completos, dossiers personales que imagines de acceso privado, todos los recursos propios de una organización secreta—, llegues a descubrir la identidad de los extraños; que luego identifiques el lugar, esa sala cinematográfica, ese teatro semiabandonado en el que hayan sido asesinados —pues de eso se trate— y finalmente averigües la fecha exacta, no muy lejana, del crimen. Que llegues a reunir, incluso, todos los datos sobre el asesino —no su identidad, sí sus peripecias: huida, captura y desaparición — y que te atrevas a pedir una reunión con Subjuntivo para mostrarle tus logros.

Que la entrevista te sea concedida y que sean escuchadas con atención tus deducciones sin duda correctas. Que finalmente, cuando hayas terminado tu exposición, Subjuntivo la apruebe con una sonrisa cansada y te diga que nunca hubiera esperado menos de ti. 

Que en ese momento se lleve por segunda vez la mano al bolsillo interior de la chaqueta y extraiga un nuevo sobre, un poco mayor y más abultado, y te lo entregue para que lo abras. 

Que saques una carta y una foto; que te detengas primero en ésta, que sea la misma que la anterior pero ampliada — que se pueda ver ahora el signo del dragón tatuado en las palmas de las manos tendidas hacia adelante de los desgraciados — y que, con mayor campo, ahora se te revele la presencia de alguien en primer plano, de espaldas pero reconocible — sobre todo para ti — disparándole a los dos aterrorizados.

Supongamos que el que dispare en la foto seas tú.

Que te asombres, que pidas o des explicaciones pero que Subjuntivo no se inmute ni parezca oírte y sólo te indique que leas la carta.
Supongamos que la leas, que sea este mismo texto, que acaso en un relámpago de precaria lucidez se te revele ahora el sentido de la tarea encomendada, de esas amables visitas nocturnas, exploradoras sutiles no de tu cuerpo sino de tu memoria; supongamos que cuando levantes la mirada te encuentres con la mía y que yo mismo, Subjuntivo, te diga:

—Supongamos que hayas matado a dos de los míos y que no lo recuerdes. Que ni siquiera sepas quiénes sean los míos o los tuyos y que eso no importe ya. Que en el duro trámite de tu captura hayas perdido accidentalmente la memoria e identidad pero no aptitud y raciocinio. Que no hayamos querido matarte en la ignorancia —-esa forma sutil y tramposa de la inocencia— para que no lo creyeras injusto y te autocomplacieras en el dolor, te otorgaras alguna razón mentirosa.
Supongamos que te hayamos incitado por todos los accesos de la piel y de la mente para develarte tu oscuro secreto; que te desordenáramos los sentidos en el amor o su simulacro, que te entregáramos las claves para que tu inteligencia convocara a la memoria. 
Supongamos que hayamos creído que para que el castigo fuera tal debieras sentir culpa y no sólo miedo en este momento.
Supongamos, finalmente, que yo sólo haya querido que cuando saque este revólver, dispare y te mate, acaso no sepas quién muera pero sí entiendas por qué.


                                                                                                                 Adaptación.
                                                                                                          Juan Sasturain



Pérez Zelaschi "El caso de los crímenes sin firma"



El caso de los crímenes sin firma
Pérez Zelaschi
(1920-2005)

En la vida lo principal es ser inteligente. Por eso, cuando perdí las dos últimas fichas y decidí matar a mi socio: Frobel, tuve que hacerlo de modo inteligente.
En la sociedad yo atiendo los asuntos administrativos y contables, en tanto que Frobel anda de aquí para allá, ocupado de los clientes. Yo había empezado a hacer negocios por mi cuenta, sacando dinero de las cuentas, los que repuse realizando negocios, también inteligentes...
Pero ahora Frobel sospechaba algo. En estos días lo vi revisar los libros con aire vacilante. Sin duda no entendía nada porque yo complicaba a  propósito la contabilidad y él no conoce de estas cosas, pero tal vez pudiera llevar algún tipo de contabilidad casera con sólo dos columnas, el Debe y el Haber. Pero sería suficiente para darse cuenta que los números no cerraban.
Hace poco yo había comprado un auto, lo había hecho arreglar y lo había vendido muy bien, quedándome con la diferencia. Repuse el dinero y listo. Nadie se dio cuenta. Negocios como ese había hecho muchos, por supuesto usando de mi inteligencia.
Pero como dije ahora Frobel sospechaba y más vale prevenir que curar.
Frobel no tenía más herederos que dos hermanas solteras. Eran buenas amigas mías y si él moría yo podría convencerlas para que siguieran la sociedad.
¡Entonces sí que habría buenas ocasiones para un tipo inteligente ¡
Frobel se fue a Montevideo el 20 de Junio sin haber podido verificar sus sospechas.
Yo me fui a Mar del Plata para ver si con suerte en el casino podía recuperar el dinero que había sacado. Pero me fue mal, jugué con toda la inteligencia del mundo, pero tuve mala suerte. La ruleta me llevó hasta la última ficha.
No tuve pues la culpa de la muerte de Frobel. La culpa la tuvieron la ruleta y la mala suerte.
Pero todo tiene remedio para un tipo inteligente. Matar a Frobel era fácil, pero yo sería acusado enseguida, además los clientes de la firma no eran amigos míos sino de Frobel y el solo conocimiento de que me enredaran en un sumario haría que huyeran de mí como una bandada de patos del fusil del tirador.  Pero, naturalmente, un tipo inteligente o posee recursos o los inventa. Matar a un hombre, repito, no es difícil,  cualquier imbécil lo hace. La cosa era no ser descubierto. Lo que descubre a un asesino son las conexiones con la víctima. Así que pensé en una estrategia: mataría a alguien cualquiera. Si luego de ese cualquiera, se liquida a otro cualquiera y por último a Frobel, la policía creerá que Frobel es otro cualquiera, vinculado con los anteriores,  y no el Frobel vinculado conmigo. Y esto se impondrá con mayor fuerza si uno deja en cada caso un rastro evidente, una marca de fábrica, digamos, lo suficientemente extravagante para que esas muertes se entrelacen entre sí. Creando un vínculo artificioso entre las tres, el verdadero motivo quedaría oculto y con ello oculto también el criminal.
Bien. No sé dónde leí que lo mejor para partir un cráneo como si fuera un huevo es una cachiporra flexible y barata, que se hace de una tela fuerte, se la cose como un tubo, y se la rellena con arena. Yo la hice y le agregué unas municiones y una bola de acero en la punta. Resultó una varilla bastante pesada pero cómoda para llevar dentro de las ropas.
Como vivo solo nadie podía sorprenderse de que esa noche  no volviera a mi departamento. Fui a un cine, luego a la salida fui a tomar un café y por último me tomé cualquier colectivo, creo que era el 126. Se metió por un barrio solitario, lo recorrí un poco hasta que me bajé. Caminé por unas calles solitarias hasta que vi a un hombre que salía de una casa. Iba con un paso vacilante, como de los borrachos. Lo seguí silenciosamente, pues me había puesto zapatos de goma. El hombre estaba abrigado porque hacía frió.
Pude tomar todas las precauciones:  verificar lo solitario de la calle, sopesar la cachiporra.
Pobre diablo. Cayó como si se hubiese dormido de pronto mientras caminaba. Arrojé sobre él un ejemplar de L’Europeo, revista de la que había comprado tres ejemplares,  y caminando tranquilo, me alejé del lugar.
Los diarios de la mañana siguiente no destinaron mucho espacio a ese crimen. Y la policía, como lo había previsto, quedó a ciegas.
Ocho días después volví a meter la cachiporra bajo el abrigo, fui al cine, tomé un café en un bar cualquiera y subí al primer colectivo que pasó. Recorrí barrios muy retirados del centro hasta que por fin me bajé. En ese barrio solo andaban los gatos y el fino   y cortante viento de la madrugada...  y le hundí la cabeza a un tipo gordo y calvo, que volvía a su casa resoplando de frío y de cansancio y sobre cuyo cadáver dejé L’Europeo, mi marca de fábrica.
         ¡Entonces sí que hablaron los diarios! Los periodistas hicieron mil hipótesis, desde una venganza corsa hasta la revelación de que existía en Buenos Aires una organización anarquista, hasta la idea de que se trataba de una obra de inmigrantes ilegales.
En fin, hicieron todo tipo de conjeturas y fantasías. La policía no pudo establecer ningún vínculo entre un muerto y otro. El primero había sido un pobre empleado jubilado sin más familia que un perro y las botellas y el segundo resultó ser un catalán propietario de una mercería, hombre acomodado, sin enemigos, casado  y sin hijos.
Naturalmente, de haber revisado mi departamento hubieran encontrado la cachiporra y el otro ejemplar de L’Europeo, y hasta los boletos de los ómnibus que había tomado ese día. Pero ¿por qué iban a hacerlo? Yo era uno más entre los habitantes de Buenos Aires con la misma posibilidad de cualquiera de ser sospechado. Entretanto yo concurría como siempre a mi oficina. Estaba preparado para esto y así, en menos de una semana arreglé los libros de modo que, muerto Frobel, nadie pudiera sospechar nada.
Frobel regresó contento de Montevideo, sospeché que había cerrado dos o tres buenos negocios por su cuenta con su propio dinero. Pensé que como no me comentaba nada estaba pensando en disolver la sociedad. Desgraciadamente para él.
Y digo desgraciadamente porque dos noches después de su llegada me aposté  en la esquina de su casa, bajo las altas acacias y esperé a que saliera. Sabía que hacía esto: a las diez y media terminaba metódicamente su cena, a las once y cuarto se encaminaba al club donde jugaba hasta las tres de la mañana.
Por suerte la noche era oscura y pude permanecer bajo la ancha sombra de las acacias. Era, además, un barrio señorial y tranquilo, de grandes casas burguesas y casi ningún peatón.
Como uno es un tipo inteligente llevé conmigo una radio de bolsillo, para escuchar los programas. Era una precaución más. Ya pensaba: “Vea, oficial, yo anoche me quedé en casa oyendo radio...” El oficial sonreiría... “¡Ajá, muy interesante...!” y de pronto, incisivamente:” ¿Y qué es lo que oyó entre diez y las doce?”
“Espere Ud. ...¡Ah si! Oí a los hermanos Avalos a las diez y después, sí, unos temas de Piazzola... y luego otros sobre los barrios porteños...”
Esto era imposible saberlo sin haberlo oído... y yo lo escuchaba con el mínimo volumen, tratando de recordar cada cosa...
A las once se abrió la forjada puerta de hierro. Frobel se envolvió en la bufanda y empezó a caminar por la Avenida Cabildo que brillaba adelante a tres o cuatro cuadras.
Descorrí el cierre, palpé la cachiporra y lo seguí. Él caminaba despacio, con pasos seguros y satisfechos. Seguramente había comido muy bien y había disfrutado de sus vinos. Ni siquiera me oyó llegar: Se derrumbó lentamente, como si se acostara a dormir.
Nada mejor que repetir una cosa para lograr la perfección. Dejé L’Europeo al lado del cuerpo y me  alejé a buen paso, doblando esquina tras esquina hasta que llegué a Barrancas de Belgrano diez minutos después y tomé un tren casi vacío. Regresé a mi casa a medianoche sin tropezar con nadie. La cachiporra la arrojé al Riachuelo.
Realmente estaba satisfecho. Aquellos dos primeros muertos se encadenarían a éste. Y la policía, confundida por los tres crímenes hechos de igual manera pero sin que las víctimas tuvieran nada entre sí, giraría en el vacío.
Yo me hallaba en la misma situación de cualquiera de los parientes de  Frobel o de sus amigos y conocidos.
La policía buscaría al hombre relacionado con los tres crímenes. Y ese hombre, desde luego no era yo. Si aceptaban la hipótesis del asesino serial, del psicópata. ¿Por qué irían a pensar en mí?
Todo salió como lo pensé. Interrogaron a la secretaria de la empresa,  a las hermanas de Frobel, a sus amigos,  a mí, a nuestros clientes. Yo era uno más.
Aquel ejemplar de L’Europeo alucinaba a todos. Un redactor de “Noticias” tejió una hipótesis entera en torno a él, pues, por distintos caminos y por pura casualidad, esos tres hombres tenían en algo que ver con Alemania: Frobel era alemán, de Baviera. La mujer del hermano del dueño del bar de donde salió el borracho, primera víctima, era alemana, de Brandeburgo, y el principal fiador del dueño de la mercería de Villa del Parque era también alemán, del Palatinado. En torno a eso y mezclándolo bien con una dosis de espionaje, datos sobre los funerales de Hitler y otros detalles, quedó un lindo cóctel.
Esa noche, la edición sexta del diario fue agotada ya en las paradas principales, no alcanzó a llegar a los barrios.
Al día siguiente todos los diarios hablaban del “Triple misterio alemán” Yo me divertí bastante.
Naturalmente las cosas no podían quedar así. Si Frobel era el último muerto yo podría quedar en evidencia por cualquier azar, más si pensaba ser gerente y socio a la vez de la firma. Si nadie había aprovechado las dos muertes anteriores, yo usaría brillantemente la tercera. Era peligroso si, y no podía quedar así.
Por eso, cuando las cosas se calmaron, fabriqué otra cachiporra y una noche de perros, lluvia y viento del este, salí de casa para seguir el camino de siempre, un cine, un café, un colectivo, otra calle solitaria, en pleno barrio de Floresta, esta vez.
Un hombre caminaba delante de mí, mojado y oportuno. Abrí de nuevo el cierre de la cachiporra...  y entonces me iluminaron dos linternas cuyos haces se cruzaron sobre mí.
Los imbéciles de la policía me habían seguido.
         ---Esto es lo que confesó Juan Bernal, amigo Pérez Zelaschi, porque no tenía más remedio. Así terminó el caso del “Triple misterio alemán”
El inspector Leoni sonrió. Era como un buda, gordo, calmo y lustroso, pero catamarqueño.
----Tres asesinatos y otro en puerta... ¿le parecen pocos?
--- No me refiero a eso, sino a la pesquisa.
Estábamos en la cocina de su casa, llena a esa hora lluviosa, por el aceitoso aroma de las tortas fritas que hacía la patrona. Leoni llenó el mate. Solo cuando en la boca del mate apareció un copete verde y fragante, me contestó.
---Los tipos inteligentes sólo hacen macanas: guerras, revoluciones, libros, teorías raras, crímenes, bombas atómicas. No sirven para nada, pero se creen superiores. Bernal era uno de ellos. Menos mal que la humanidad está compuesta por tontos o pobres diablos como usted y como yo...Bien... Confieso que los de la Federal estaban despistados.
Casi tanto como los periodistas. Investigaron por todos lados tratando de relacionar al empleado con el catalán, pero no salieron ni para atrás ni para adelante.
Entonces al comisario de la 23 se le ocurrió que se tratara caso por caso, es decir como si entre ellos no hubiera lazo alguno. Al jefe le pareció bien y así se hizo, al principio sin resultado. Bernal nos desorientó pero se olvidó de que hay muchachos en la Federal que tienen 35 años de oficio. Cuando se produjo el tercer asesinato volvimos a estudiarlo con los dos métodos, es decir: tratando de vincularlo con los anteriores y también como si fuera un caso aislado.
Y así supimos unas cuantas cosas: que Bernal tenía sus asuntitos, que había jugado fuerte a la ruleta, que esa plata era plata sospechosa. Un sábado y  un domingo enteros dos ex inspectores de la DGI revisaron los libros de contabilidad y hallaron cosas que habían sido fraguadas. Nada ilegal pero sí oscuro.
Hasta ese momento no sospechábamos de Bernal más que de cualquiera pero descubrimos unas compritas en una ferretería: municiones, una bola de plomo.
Esa noche y otras que él no advirtió lo seguimos. Estuvimos en el cine, en el bar, en el colectivo, recorrimos calles solitarias. Salí delante de él desde una casa y hubiera sido su cuarto muerto. Pero vio usted como lo iluminaron. Estaba cercado.
Bernal se perdió por querer terminar su obra demasiado bien, con demasiada inteligencia. Seguramente un cuarto crimen hubiera desviado nuestra tarea.
Lástima que levantaron el penal de Ushuaia! Está en Santa Rosa, con cadena perpetua. Ahora decora lapiceras con sedas de colores. Ya ve para qué le sirvió su inteligencia.
 Adolfo Pérez Zelaschi
                                                        De “Antología   del cuento policial argentino” (adaptado)