domingo, 31 de octubre de 2021

Rodolfo Walsh Tres portugueses bajo un paraguas sin contar al muerto

                                       Tres portugueses bajo 

       un paraguas sin contar al muerto

Rodolfo Walsh



1

El primer portugués era alto y flaco.
El segundo portugués era bajo y gordo.
El tercer portugués era mediano.
El cuarto portugués estaba muerto.

2

-¿Quién fue?- preguntó el comisario Jiménez.
-Yo no- dijo el primer portugués.
-Yo tampoco- dijo el segundo portugués.
-Yo menos- dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba muerto.

3

Daniel Hernández puso los cuatro sombreros sobre el escritorio. Así:
El sombrero del primer portugués estaba mojado adelante.
El sombrero del segundo portugués estaba seco en el medio.
El sombrero del tercer portugués estaba mojado adelante.
El sombrero del cuarto portugués estaba todo mojado.

4

-¿Qué hacían en esa esquina?- preguntó el comisario Jiménez.
-Esperábamos un taxi- dijo el primer portugués.
-Llovía muchísimo- dijo el segundo portugués.
-¡Cómo llovía! Dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués dormía la muerte dentro de su grueso sobretodo.

 

5

-¿Quién vio lo que pasó?- preguntó Daniel Hernández.
-Yo miraba hacia el norte- dijo el primer portugués.
-Yo miraba hacia el este- dijo el segundo portugués.
-Yo miraba hacia el sur- dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba muerto. Murió mirando al oeste.

6

-¿Quién tenía el paraguas?- preguntó el comisario Jiménez.
-Yo tampoco- dijo el primer portugués.
-Yo soy bajo y gordo- dijo el segundo portugués.
-El paraguas era chico- dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués no dijo nada. Tenía una bala en la nuca.

7

-¿Quién oyó el tiro?- preguntó Daniel Hernández.
-Yo soy corto de vista- dijo el primer portugués.
-La noche era oscura- dijo el segundo portugués.
-Tronaba y tronaba- dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba borracho de muerte.

8

-¿Cuándo vieron al muerto?- preguntó el comisario Jiménez.
-Cuando acabó de llover- dijo el primer portugués.
-Cuando acabó de tronar- dijo el segundo portugués.
-Cuando acabó de morir- dijo el tercer portugués.
Cuando acabó de morir.

9

-¿Qué hicieron entonces?- preguntó Daniel Hernández.
-Yo me saqué el sombrero- dijo el primer portugués.
-Yo me descubrí- dijo el segundo portugués.
-Mis homenajes al muerto- dijo el tercer portugués.
Los cuatro sombreros en la mesa.

10

-Entonces, ¿qué hicieron?- preguntó el comisario Jiménez.
-Uno maldijo la suerte- dijo el primer portugués.
-Uno cerró el paraguas- dijo el segundo portugués.
-Uno nos trajo corriendo- dijo el tercer portugués.
El muerto estaba muerto.

11

-Usted lo mató- dijo Daniel Hernández.
-¿Yo, señor?- preguntó el primer portugués.
-No, señor- dijo Daniel Hernández.
-¿Yo, señor?- preguntó el segundo portugués.
-Sí, señor- dijo Daniel Hernández.

                                                                          12

-Uno mató, uno murió, los otros dos no vieron nada- dijo Daniel Hernández.
-Uno miraba al norte, otro al este, otro al sur, el muerto al oeste. Habían convenido en vigilar cada uno una bocacalle distinta, para tener más posibilidades de descubrir un taxímetro en una noche tormentosa.
El paraguas era chico y ustedes eran cuatro. Mientras esperaban, la lluvia les mojó la parte delantera del sombrero.

El que miraba al norte y el que miraba al sur no tenían que darse vuelta para matar al que miraba al oeste. Les bastaba mover el brazo izquierdo o derecho a un costado. El que miraba al este, en cambio, tenía que darse vuelta del todo, porque estaba de espaldas a la víctima. Pero al darse vuelta se le mojó la parte de atrás del sombrero. Su sombrero está seco en el medio; es decir, mojado adelante y atrás. Los otros dos sombreros se mojaron solamente adelante, porque cuando sus dueños se dieron vuelta para mirar el cadáver, había dejado de llover. Y el sombrero del muerto se mojó por completo al rodar por el pavimento húmedo.

El asesino utilizó un arma de muy reducido calibre, un matagatos de esos con que juegan los chicos o que llevan algunas mujeres en su cartera. La detonación se confundió con los truenos (esta noche hubo una tormenta eléctrica particularmente intensa). Pero el segundo portugués tuvo que localizar en la oscuridad el único punto realmente vulnerable a un arma tan pequeña: la nuca de su víctima, entre el grueso sobretodo y el engañoso sombrero. En esos pocos segundos, el fuerte chaparrón le empapó la parte posterior del sombrero. El suyo es el único que presenta esa particularidad. Por lo tanto es el culpable.

 

El primer portugués se fue a su casa.
Al segundo no lo dejaron.
El tercero se llevó el paraguas.
El cuarto portugués estaba muerto. Muerto.

                                  
                              Extraído de “Cuentos para tahúres y otros relatos policiales” Ediciones de la Flor. 1996

 

domingo, 9 de mayo de 2021

Julio Cortázar "Los Amigos"

 

LOS AMIGOS

 


   En ese juego todo tenía que andar rápido. Cuando el Número Uno decidió que había que liquidar a Romero y que el Número Tres se encargaría del trabajo, Beltrán recibió la información pocos minutos más tarde. Tranquilo pero sin perder un instante, salió del café de Corrientes y Libertad y se metió en un taxi. Mientras se bañaba en su departamento, escuchando el noticioso, se acordó de que había visto por última vez a Romero en San Isidro, un día de mala suerte en las carreras.

En ese entonces Romero era un tal Romero, y él un tal Beltrán; buenos amigos antes de que la vida los metiera por caminos tan distintos. Sonrió casi sin ganas, pensando en la cara que pondría Romero al encontrárselo de nuevo, pero la cara de Romero no tenía ninguna importancia y en cambio había que pensar despacio en la cuestión del café, y del auto.

Era curioso que al Número Uno se le hubiera ocurrido hacer matar a Romero en el café de Cochabamba y Piedras, y a esa hora; quizá, si había que creer en ciertas informaciones, el Número Uno ya estaba un poco viejo. De todos modos, la torpeza de la orden le daba una ventaja: podía sacar el auto del garaje, estacionarlo con el motor en marcha por el lado de Cochabamba, y quedarse esperando a que Romero llegara como siempre a encontrarse con los amigos a eso de las siete de la tarde.

Si todo salía bien evitaría que Romero entrase en el café, y al mismo tiempo que los del café vieran o sospecharan su intervención. Era cosa de suerte y de cálculo, un simple gesto (que Romero no dejaría de ver, porque era un lince), y saber meterse en el tráfico y pegar la vuelta a toda máquina. Si los dos hacían las cosas como era debido –y Beltrán estaba tan seguro de Romero como de él mismo– todo quedaría despachado en un momento. Volvió a sonreír pensando en la cara del Número Uno cuando más tarde, bastante más tarde, lo llamara desde algún teléfono público para informarle de lo sucedido.

Vistiéndose despacio, acabó el atado de cigarrillos y se miró un momento al espejo. Después sacó otro atado del cajón, y antes de apagar las luces comprobó que todo estaba en orden. Los gallegos del garaje le tenían el Ford como una seda. Bajó por Chacabuco,  despacio, y a las siete menos diez se estacionó a unos metros de la puerta del café, después de dar dos vueltas a la manzana esperando que un camión de reparto le dejara el sitio. Desde donde estaba era imposible que los del café lo vieran.

De cuando en cuando apretaba un poco el acelerador para mantener el motor caliente; no quería fumar, pero sentía la boca seca y le daba rabia.

A las siete menos cinco vio venir a Romero por la vereda de enfrente; lo reconoció enseguida por el chambergo gris y el saco cruzado. Con una ojeada a la vitrina del café, calculó lo que tardaría en cruzar la calle y llegar hasta ahí. Pero a Romero no podía pasarle nada a tanta distancia del café, era preferible dejarlo que cruzara la calle y subiera a la vereda. Exactamente en ese momento, Beltrán puso el coche en marcha y sacó el brazo por la ventanilla. Tal como había previsto, Romero lo vio y se detuvo sorprendido.

La primera bala le dio entre los ojos, después Beltrán tiró al montón que se derrumbaba. El Ford salió en diagonal, adelantándose limpio a un tranvía, y dio la vuelta por Tacuarí. Manejando sin apuro, el Número Tres pensó que la última visión de Romero había sido la de un tal Beltrán, un amigo del hipódromo en otros tiempos.

 

Julio Cortázar, "Final del juego"

Buenos Aires, Sudamericana, 1970.

Roberto Fontanarrosa "El extraño caso de Lady Elwood"

 

EL EXTRAÑO CASO DE LADY ELWOOD


El inspector Havilland detuvo su Austin al costado del camino que conducía a Middleford y quedó pen­sativo. No había dicho a nadie dónde pasaría sus quince días de vacaciones y la idea de retomar el ca­mino hacia Londres se le instaló sólidamente en la cabeza.

Él tan sólo había prometido comunicarse cada tres días con Scotland Yard, en prevención de algún suceso inesperado, como el retorno del Destripador de Yorkshire, un ataque nuclear soviético o la fuga de un oso del zoológico. Esa franquicia de manejar a su gusto el contacto con sus superiores tan sólo se le concedía a hombres como Emerald L. Havilland, el más eficaz sabueso de las fuerzas de seguridad británicas. "El Detective Invicto" como bien lo había llamado la prensa tras su espectacular esclarecimiento del caso del robo del pony predilecto del Príncipe Andrew.

En tanto viraba lentamente el volante, una sonrisa, apretada en torno al cigarro que sostenían sus labios, ensanchó el rostro adusto del inspector: recordaba claramente la densa, profunda, prometedora mirada que le había dispensado Lady Elwood desde lo alto de su palco, días atrás, durante el concierto que brindó la Royal Philarmonic Orchestra.

Una hora después, el inspector Havilland, prote­giendo su boca y su nariz bajo el abrigo de la bufanda con los colores del Tottenham Hotspur, golpeaba suavemente con su puño enguantado a las puertas de la mansión de Lady Elwood, la riquísima viuda de sir Lewis Norton.

Tras unos minutos de espera Havilland repitió el llamado. Finalmente, con la curiosidad propia de la profesión, giró el picaporte comprobando que la pesada puerta estaba abierta. Antes de entrar observó hacia la calle. Nadie lo había visto. El viento y la lluvia eran dos azotes flagelando Newcastle Street.

Recorrió un par de salones desiertos y luego co­menzó a subir una ancha escalera de madera. En una de las habitaciones superiores halló a Lady Elwood. Estaba sobre la alfombra, caída al lado de su cama en posición poco ortodoxa y presentaba dos heridas profundas en la espalda.

Havilland husmeó el aire y luego tomó la medida que separaba la cómoda de la perilla de la luz. Fue hasta el cenicero y recogió dentro de un sobre las co­lillas de cigarrillos. Se paró en medio de la habita­ción, cruzado de brazos y mirando hacia los cerra­dos ventanales. Meneó la cabeza y silbó suave.

—Paul —musitó—. Finalmente lo hizo.

Recordaba el rostro joven e ingenuo de Paul Elwood, sobrino de la viuda, y las habladurías que de él y su tía se contaban en ciertos cenáculos.

—No debe haber abandonado el país aún —dedu­jo Havilland—. Tomará el ferry hacia Francia.

Anotó en una pequeña libreta la medida entre la cama y el ropero y constató que la puerta de éste estaba entornada. La abrió. Allí dentro, prácti­camente sentado sobre el piso de madera, algo oculto por la profusión de tapados y pieles, se hallaba el cadáver de Paul Carpentier, estrangulado por una corbata de seda italiana azul, con diminutos puntos rojos.

Havilland se pellizcó los labios y cerró el ropero. Miró su libreta de apuntes y golpeteó con la base de su lapicera sobre la tapa de la libreta.

—Mannix —silabeó—. Gus Mannix.

No escapaban a su memoria proverbial los rasgos acentuados de Gus Mannix, profesor de piano de Paul, a quien algunas revistas proclives al escándalo sindicaban como antiguo enamorado de Lady Elwood.

—Los celos —musitó Havilland— son malos con­sejeros.

Se encaminó hacia el baño. Allí podría detectar huellas dactilares del impetuoso profesor Mannix.

Havilland no pudo disimular un rictus de contra­riedad cuando, junto a la bañera, semitapado por la cortina plástica encontró el cuerpo del eximio pia­nista. Entre ceja y ceja, algo más arriba de la conge­lada expresión de asombro que dibujaban sus ojos, mostraba el orificio pequeño pero nítido de una bala calibre 22.

El inspector aspiró hondo y tomó la medida entre el lavabo y el grifo de agua caliente.

—Estoy ante la obra de un loco —dictaminó—, Jerry Fergusson.

Nunca había podido olvidar la mirada extraviada del jardinero mientras le explicaba su extraña teoría sobre la doble personalidad de las azaleas y la influen­cia que ejercían las monocotiledóneas sobre las de­cisiones del Vaticano. Tampoco nunca había olvi­dado que Jerry Fergusson le había confiado que atendía los jardines de Lady Elwood.

—Sé muy bien dónde estará oculto —se dijo. Sor­teando el cadáver de la acaudalada viuda, se dirigió al teléfono. No tenía tono. Observó que se hallaba desconectado. Agachándose tras el cable atisbó bajo la cama.

Allí, con la cabeza destrozada por un atizador de la estufa de leños, vio a Jerry Fergusson, el jardi­nero.

Havilland se frotó suavemente las yemas de los dedos. Frunció los labios y aprobó un par de veces enérgicamente con su cabeza.

Colocó nuevamente el auricular del teléfono en su horquilla. Luego retornó las colillas que había sacado, a sus ceniceros. Cortó la hoja con anotacio­nes de su libreta y la arrojó al inodoro, accionando luego el turbión de agua.

Se arrebujó entonces en su bufanda, bajó el ala de su sombrero, salió de la casa cerrando con cuidado la puerta y subiendo al Austin retomó el camino hacia Middleford.

 


                                                                               Roberto Fontanarrosa

 “El mundo ha vivido equivocado”